DOMINGO 12 DE NOVIEMBRE DE 2000
MAR DE HISTORIAS
El color de las paredes
Ť Cristina Pacheco Ť
-Doctora: Ƒpuedo darle un consejo? Arregle de otro modo este consultorio. Se lo digo en buena onda y por usted, no por mí, ni por las mujeres que vendrán a suplicarle que las den de alta o, como yo, que no las operen. Me imagino que termina sus días muerta y sin ganas de nada. Es natural. Encima de toda la chamba tiene que oírnos. Cuando se harta, a poco no dice: "Pero Ƒqué les pasa a estas viejas? Les pregunto cómo les sienta una medicina o por qué rechazan un tratamiento y me sueltan el rollo de su vida". ƑSabe por qué lo hacemos? Porque antes de venir aquí no encontramos a nadie que quisiera oírnos. Ni modo, le tocó a usted la de malas y no es justo. ƑQuiere evitarlo? Hágame caso: por lo menos pinte de otro color las paredes.
Mónica estira las piernas y observa cada rincón del consultorio.
-A las mujeres el blanco siempre nos recuerda demasiadas cosas. Yo, por ejemplo, apenas entré aquí pensé en lo que menos imaginaba: el día de mi primera comunión. Y es que, híjole doctora, ninguna otra niña ha esperado ese momento con tanta ilusión como yo. Para lograrlo hice todo y ni una sola vez dejé de ir a la doctrina. Por eso la catequista siempre me ponía de ejemplo: "La Moni no me ha faltado ni un sábado: desea con todo su corazón recibir al Señor".
Un acceso de tos enrojece la cara hinchada de Mónica.
-La vieja lo decía de una manera que špara qué le cuento! Es más, le apuesto doble contra sencillo a que al oírla los escuincles que iban a la doctrina pensaban en puras cochinadas. Me pregunto qué habría dicho la catequista si una de esas veces de ejemplo yo le hubiera contestado la verdad: "Me muero porque llegue el día de mi primera comunión sólo para que mi mamá me ponga un vestido nuevo, limpio, blanco, de mi medida, y no un relingo espantoso todo guango y feo".
La actitud de Mónica se vuelve cordial y su voz se dulcifica.
-Como escuincla que era, me figuraba que el vestido nuevo sería suficiente para verme bonita y para que mi madre -una señora muy divina- se sintiera orgullosa de mí. Gracias a Dios pude realizar mi sueño, lástima que me haya durado tan poquito.
Mónica se da cuenta de que la doctora consulta el reloj.
-Le platico esto mientras le traen mis radiografías, ya luego me callo. ƑEn qué iba? Ah, sí: cuando salimos de la iglesia mi tío Gaspar quiso tomarme una foto a mí solita. Me sentí preciosa y flotando de felicidad. Pero me caí de la nube cuando mi madrina Abigaíl dijo: "La Moni se ve muy linda", y mi mamá contestó: "!Qué va! Mi pobre hija, con ese vestido tan blanco, parece una mosca en leche". Todos se rieron, hasta mi tío Gaspar. Entonces mi mamá como que se dio cuenta de que había metido la pata. Me abrazó fuerte fuerte y me dijo lo que nunca: "Mi feíta, no seas tonta, no llores. Sabes que te quiero más que a nadie en el mundo". En ese momento fue tanta mi felicidad que también acabé riéndome. A lo mejor por eso algunos chamacos que estaban de invitados pensaron que la ocurrencia de mi madre me hacía muy feliz y desde entonces en vez de llamarme Moni todos me dijeron Mosqui.
Mónica enreda un mechón de cabello en su dedo índice y sonríe, como una niña, cuando siente un cairel deslizándose por su frente.
-A mi madre también le dio por decirme así: Mosqui. Sólo en sus labios me parecía bonito ese apodo tan baboso, y todo porque me recordaba el día en que ella me abrazó como jamás lo había hecho, ni volvió a hacerlo, y también porque aquella mañana la oí reírse de verdad, con ganas, y no como otras veces, cuando su risa era nada más un gesto para ocultar su tristeza. ƑMe entiende?
Mónica se echa hacia atrás en la silla y enlaza las manos a manera de almohada.
-Creo que no. Para eso tendría que haber vivido las cosas que pasé de niña. Imagínese a mi madre esperando siempre el regreso de mi papá, y a mí que ella me diera alguna muestra de que me quería, de que me aceptaba como soy... Por favor: no vaya a intentar dorarme la píldora. Sé que ni de lejos parezco una belleza. Mi mamá sí lo fue y no salí a ella en nada. Sólo me heredó su dedo chiquito del pie izquierdo. Ese sí es idéntico al suyo.
Mónica se endereza y agita la pierna izquierda. De su pie se desprende la pantufla de tela abullonada.
-Si se fija verá que tengo la uña partida, como si fuera a nacerme otro dedo. Estoy segurísima de que ya le vinieron con el chisme de que me da por pasarme horas viéndome al pie. Y usted Ƒqué pensó? Mínimo que estoy bien chiflada, pero no es así. Lo hago porque siento que al menos en ese pedacito de mi cuerpo hay algo de mi madre. No me importe que sea lo único feo que ella tenía. De todos modos lo aprecio muchísimo, como las propinas.
Mónica pesca la pantufla con la punta del pie. Se echa para adelante y ve de cerca la expresión de la doctora.
-Ya sabe que trabajo en el restorán de la terminal. Allí hay que servir volando porque todo el mundo tiene mucha prisa. Los que van a comer me piden la cuenta a la carrera y se van. Muchos ni se fijan en mí, pero algunos se regresan de la puerta y me dejan no el 10 ni el 15 por ciento, sino cinco, seis pesos de propina. Nada en comparación a lo que pagaron de consumo, pero de todas maneras se los agradezco muchísimo. Lo mismo me sucede con mi madre. Al menos me dejó algo suyo.
Mónica gira la cabeza para librarse del dolor que vuelve a torturar su cuello.
-Si este cuarto estuviera pintado de otro color no se me habría ocurrido contarle mis cosas, y menos cuando sé que me hizo venir aquí para que le explique por qué me he opuesto a que me operen. Cuando venía para acá pensé en explicarle lo que le dije al doctor Suárez: "En primera, no creo que operándome el pie se me vayan los dolores de espalda, y la prueba es que me agarran los calambres también cuando estoy acostada; en segunda, he oído de muchas personas que después de una operación quedan como plantas, como muertas. Todo porque a los médicos se les pasa la mano con la anestesia, y la verdad no quiero correr el riesgo de que me dejan así. šSe imagina! Si con mis cinco sentidos no tengo quién me cuide, menos voy a tener ya toda desguanzada.
Mónica cruza los brazos sobre el pecho y, aunque no puede ver el jardín, mira hacia la ventana por donde entra una luz parda.
-Le juro que hasta antes de llegar a su consultorio pensaba que esas eran mis verdaderas razones para rechazar la operación. Pero entré aquí y todo cambió, nada más porque el color de las paredes me recordó un montón de cosas y, poco a poco, sin darme cuenta, comprendí por qué voy a seguir negándome a que me operen.
Mónica se inclina y sonriendo mira su pie izquierdo, calzado con la pantufla abullonada.
-Allí está todo lo que heredé de mi madre: un dedo enfermo, mal hecho, fuera de lo que debe ser. Usted, como es doctora, lo ve y piensa: "Hay que enderezarlo, y si no se puede, lo mejor será cortarlo". La entiendo, pero eso que según usted es lo correcto, lo mejor, para mí significaría una tragedia, una pérdida enorme".
Un leve movimiento de la pierna izquierda hace caer al suelo la pantufla. Una expresión de ternura ilumina el rostro de Mónica:
-No sé si por las medicinas, por mi enfermedad o porque ya no soy tan joven, el caso es que a veces la memoria me traiciona y se me dificulta recordar a mi madre. Veo nada más cachitos, como si se tratara de una foto que alguien despedazó. Entonces miro mi pie izquierdo y la recobro toda; bueno, hasta pienso que yo soy ella. ƑEntiende? Si me opera, quedaré huérfana otra vez.