DOMINGO 12 DE NOVIEMBRE DE 2000

 


Ť Javier Wimer Ť

Noche de ronda

El nombre de Lobohombo se agrega a la larga lista de catástrofes que se incuban en la frondosa red de la ineptitud, la negligencia y la corrupción. El incendio de la discoteca en que 20 personas murieron asfixiadas o quemadas ha suscitado vivas reacciones que no devolverán la vida a los muertos, pero que pueden servir, al menos, para evitar que otros mueran.

Por su propia naturaleza y por sus implicaciones políticas, por las luchas partidarias e interpartidarias en que cada sospechoso elude su responsabilidad y se la adjudican al contrario, el asunto es particularmente complicado y confuso. Aún no llega la hora de las cuentas claras, de las culpas y de las sentencias, pero ya se perfilan las líneas principales de la trama.

Existe, en primer término, la generalizada y justa percepción que la tragedia no era inevitable, sino el fruto macabro de una cadena de irregularida- des que se abre con la codicia criminal del suelo del local y que se cierra con la tolerancia o complicidad de las autoridades y de los jueces que amparaban su funcionamiento.

La discoteca fue remodelada sin licencia y sin supervisión oficial en un proceso que incluye el empleo de amparos sucesivos, la violación de sellos de clausura y el intento fallido de cerrarla por medio de la fuerza pública. Un episodio épico digno de Homero o de Juan Orol donde un grupo de heroicos meseros resistió el asedio, sin violencia, de un pacífico contingente policiaco.

Ante la tragedia, la reacción de las autoridades capitalinas no se hizo esperar. Manifestaron su inconformidad por el abuso del amparo y organizaron espectaculares expediciones para inspeccionar, de noche, las condiciones en que funcionan restaurantes, bares y salones de baile. Estas expediciones no se limitaron a revisar, dictar medidas correctivas, clausurar, sino que incluyeron, para darle color local a los operativos, el uso de la policía que detuvo ilegalmente a empleados, artistas y clientes de los centros nocturnos.

Así, las autoridades capitalinas convirtieron un problema de seguridad en un problema de moral; una inspección administrativa, en una cruzada contra los impetuosos pecadores que se atreven a desafiar los peligros de la noche metropolitana. Al hacerlo incurrieron, de paso, en las prácticas de autoritarismo, arbitrariedad y gazmoñería que son propias de los gobiernos de derecha.

La fresa en el pastel de este desastroso operativo político es que los muchachos que reparten la propaganda en los centros nocturnos fueron acusados, ni más ni menos, de obstruir el libre tránsito de las personas. Terrible falta o delito que, con mayor razón, podría abrir las puertas de la cárcel a los cientos de miles de puesteros, vendedores ambulantes, mendigos o simples vagos que pululan en esta muy noble y leal ciudad de México.

Este recurso de leguleyo delata la falta de fundamento jurídico de las acciones policiacas a que me refiero y constituye un agravio adicional para la inteligencia que de la ley tienen los capitalinos. Por eso asiste la razón a Luis de la Barrera, presidente de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, cuando le escribe a Rosario Robles, jefa de Gobierno del Distrito Federal, que tales detenciones son un abuso y que no hay razón válida para que vuelvan las redadas, constitucionalmente inadmisibles.

Todos los incidentes de esta historia tienen por común trasfondo el menosprecio por la ley. Tantos son los que la ignoran o la violan deliberadamente -empresarios, líderes, funcionarios, jueces- que este ejercicio se ha convertido en un supuesto de nuestra convivencia y en un elemento constitutivo de nuestro pacto social.

Confieso la simpatía que me inspira el estilo abierto, desenfadado y sonriente con que gobierna Rosario Robles, pero esta simpatía no me impide advertir sus errores y los errores que, en su nombre o por cuenta propia, cometen otros funcionarios del gobierno capitalino. Algunos pensarán que las redadas constituyen un asunto menor y no lo es porque la autoridad no puede violar las garantías cuya custodia le está encomendada.

Por eso preocupa, también, que las autoridades federales y locales se asocien al mal uso que hacen los medios de comunicación del término giro negro, a este linchamiento semántico que justifica, a priori, la persecución indiscriminada de una amplia gama de comercios legales. Los hoteles, baños públicos, restaurantes, fondas, bares, cantinas o salones de baile no son, en sí mismos, giros negros, y sólo merecerían tal nombre y las sanciones correspondientes si se dedicaran a negocios prohibidos por la ley.

Emprender una campaña en contra de centros de reunión o de entretenimiento porque son lugares que parecen apropiados para cometer faltas o delitos es hacerle el juego a la hipocresía, a la corrupción y al empobrecimiento de nuestra vida urbana.

Es necesario esclarecer este asunto y sancionar a los responsables, necesario corregir radicalmente los mecanismos jurídicos y prácticos que impiden el cabal control de todos los establecimientos mercantiles. Pero también es necesario evitar la persecución y la condena anticipada de negocios más o menos pecaminosos mas no ilegales.

Hace bien el gobierno de la ciudad en aprovechar la ira colectiva para realizar inspecciones rigurosas de las instalaciones y del modo en que funcionan todos los establecimientos públicos, hace bien en procurar el cambio de leyes y reglamentos que impiden el recto ejercicio de su función. Pero mal hace en atropellar la ley y mal hará en no librar a su entusiasta programa de inspecciones del aroma de moralina que ahora lo acompaña.