VIERNES 10 DE NOVIEMBRE DE 2000

 

Ť Jorge Camil Ť

Galimatías electoral

Muy pocos estadunidenses conocen y entienden el intrincado sistema electoral de su país. Y la razón es simple: desde 1960, cuando John F. Kennedy y Richard Nixon estuvieron a punto de empatar en el resultado de votos populares, el país no había tenido necesidad de revisar el complicado y bicentenario modus operandi del colegio electoral, ni mucho menos contemplar, como hoy, en ausencia del sistema de segunda vuelta, un desempate por decisión del Congreso federal. En la reciente campaña electoral, cuando analistas y votantes dormitaban frente a los televisores, escuchando discursos desprovistos de fuego electoral y presenciando debates sin pena ni gloria, en los que las posiciones de los candidatos eran fastidiosamente similares, los analistas suplieron la falta de emoción electoral discutiendo en los medios los preocupantes escenarios legales que pudiesen resultar de unas elecciones que prometían ser las más cerradas de la historia: unos comicios que hoy, tres días después de la votación, dependen aún del recuento de los votos populares emitidos en el estado de Florida y de una posible impugnación judicial de las elecciones.

Con el auxilio de Brent Bundick, abogado estadunidense conocedor de la materia, repasé la operación de un sistema electoral con el cual estaba vagamente familiarizado. Es preciso recordar que la elección presidencial no es directa. Los ciudadanos, que en la mayoría de los casos acudían a las casillas creyendo votar por George Bush o Al Gore, votaban en realidad para que el total de votos electorales asignado a su estado, en función de la población (el inhóspito Alaska tiene 3 y el populoso California 54), fuesen oficialmente emitidos por electores previamente designados por cada partido político (un elector por cada voto electoral) a favor del candidato ganador del voto popular. Esa es la regla general con dos excepciones, Maine y Nebraska, cuyas legislaciones estatales permiten la división de los votos electorales en forma proporcional al voto popular de los candidatos. ƑSencillo? šNo!, porque, a pesar de las encuestas de salida y el despliegue tecnológico de los medios (que hacen lo imposible por declarar ganador la noche misma de la elección), el presidente de Estados Unidos es oficialmente elegido en diciembre, un mes después de la votación popular, por los miembros del colegio electoral (los electores designados en cada estado por los partidos contendientes). Este anticuado y bizantino sistema electoral, diseñado para proteger la igualdad, autonomía y soberanía de los estados, permitió, a pesar de las buenas intenciones, que en las elecciones de 1824, 1876 y 1888 los candidatos que ganaron el voto popular fueran posteriormente derrotados por los electores partidistas en el seno del colegio electoral. Hoy, más de cien años después, Al Gore, ganador del apretado voto popular, pudiese terminar perdiendo la elección por decisión del colegio electoral.

Y no es que los electores designados por el partido ganador tengan libertad para votar a su arbitrio. En teoría, por lo menos, al conocerse el resultado de la votación popular, los electores tienen la obligación moral (aunque en algunos estados los partidos los obligan a firmar compromisos legales) de votar por el candidato ganador para convertirlo en presidente electo. Pero no deja de preocupar que en elecciones anteriores se han dado casos aislados de electores que, en absoluto desacuerdo con el voto popular o con un torcido sentido del humor, se han "ido por la libre" para votar por personas distintas a los candidatos oficiales o invertir los nombres de los candidatos a presidente y vicepresidente en las boletas. Por eso ha crecido la preocupación de que en esta ocasión, la elección más cerrada desde 1916, los electores sucumban a la tentación de "interpretar" el mandato ciudadano expresado en el voto popular, o se hagan vulnerables a presiones políticas.

Un detalle adicional: las leyes electorales establecen que en caso de empate en el colegio electoral (un panorama posible en estos comicios) la elección del presidente sea decidida en la Cámara de Diputados (donde cada estado cuenta con un voto) y la del vicepresidente en el Senado. Hipotéticamente, esto pudiese ocasionar que Dick Cheney terminase como vicepresidente de Al Gore y Joe Lieberman de George Bush. Hoy, cuando la llamada "democracia más perfecta del mundo" muestra una nación peligrosamente dividida, sujeta a posibles irregularidades electorales, inmersa en un grave conflicto constitucional y con un marco legal de la prehistoria, los mexicanos nos quejamos de Tabasco...