JUEVES 9 DE NOVIEMBRE DE 2000
Ť Olga Harmony Ť
La reina de Leenane
Tras la brillante generación que fundó en las primeras décadas del siglo pasado El teatro de la Abadía, es poco lo que conocemos -por lo menos yo y quizá algún otro- del teatro irlandés, con la posible excepción de Brendan Behan. Los riquísimos textos de Yeats, Lady Gregory, Sean O'Casey y Singe, por citar a los más característicos bucearon en lo más popular de Irlanda, incluida su hermosa manera de hablar -sobre todo con Singe- como un rescate de su identidad, la que muchas veces fue vista con el ojo crítico de O'Casey que le valió incluso intentos de linchamiento: el Teatro de la Abadía dublinense fue en su momento el lugar para todas las expresiones, que incluyen también la difícil relación con Inglaterra, lo que vendría a ser el meollo del asunto, como diría Maureen, la protagonista de La reina de Leenane, de Martin McDonagh, que ahora conocemos gracias a Iona Weissberg, la directora a quien debemos también la traducción.
En la obra de McDonagh ya no se siente el ánimo independentista de muchos textos de la Abadía. Los pobladores del pequeño pueblito irlandés ven a Inglaterra como el lugar a donde ir en busca de trabajo, pero en el que al mismo tiempo sufren todos los desprecios por su origen. En el primer diálogo entre Maureen y Mag, en donde se habla de saber inglés, olvidando el gaélico, para conseguir trabajo y posibles mejorías en la situación personal, presentan tantas similitudes con las emigraciones mexicanas que el espectador nacional pronto se ubica. Afortunadamente, Iona Weissberg es demasiado inteligente para intentar una fácil traslación y si mexicaniza algunos términos, sobre todo los insultos, es porque el montaje de su obra irlandesa se hace para un público mexicano. Pero Irlanda sigue siendo Irlanda a pesar de los múltiples parecidos.
Martin McDonagh magnifica el horror de lo que puede ser la convivencia obligada al establecer una relación sadomasoquista entre madre e hija. Antes de una terrible escena casi final, muestra la posibilidad de tortura que puede haber en pequeñeces como la elección de unas galletas o la ingesta de un complemento vitamínico para la vejez. La crueldad de lo cotidiano también se manifiesta -infierno grande en pueblo chico- en viejos rencores por sucesos insignificantes, como el que le tiene Ray a Maureen por el secuestro de su pelota y que inciden, también magnificados, en el desenlace. Lo grotesco de las situaciones resulta risible, hasta el momento en que las risas del sobrecogido espectador se acallan. Y esto, que el público que empieza riendo deje de reírse cuando ya no debe (y que yo he visto suceder muy pocas veces en nuestro teatro) habla de las virtudes de este montaje.
La obra se centra en ese duelo minucioso y constante en que ambas mujeres terminan destruidas, aunque quizá sea de Mag, la madre, la victoria final. El texto repite, con variantes, una misma situación entre madre e hija, imperceptiblemente en crescendo hasta la aparición de Pato, cuando hace crisis. Iona Weissberg, con una de esas direcciones que apenas se notan, dosifica exactamente las tensiones y las reacciones, incluso la del inmaduro Ray -que se violenta extraordinariamente en su última aparición escénica- ante la senilidad de Mag. Maureen, en cambio, dirá sus más feos parlamentos ante la madre con la misma fría indiferencia con la que se habla de sucesos caseros, excepto en el momento en que la presencia de Pato le resulta un elemento casi embriagador y dispara su violencia, convertida en simulacro de sensualidad hacia el hombre.
Saúl Villa diseñó una escenografía realista de una casa rústica con techo de dos aguas y muros de piedra, en que la cocina es también comedor, con esa mesa y las dos sillas de las mujeres que hablan de nulos invitados. A la izquierda, la chimenea de metal, el televisor y la mecedora de donde casi no se moverá la senil Mag. A ese polo de atención, la directora opone otro casi constante, con Maureen moviéndose al otro extremo, aunque de modo tan sutil que ninguno prive sobre el otro y no dejemos de ver a ninguna de las dos espléndidas actrices, Blanca Guerra como la solterona Maureen cuya dureza oculta muchas otras cosas, siempre en tono bajo excepto un ocasional estallido de furia. Angelina Peláez como la senil y marrullera Mag, mucho mayor en edad que la actriz, capaz de agotar a cualquiera. Junto a ellas, Roberto Medina muy bien como Pato, sobre todo en el momento de la carta, casi monólogo frente al público, y Ricardo Esquerra como el inmaduro Ray. La excelente escenificación se complementa con el vestuario de Edyta Rzewuska, la iluminación de Mark Foster y el diseño sonoro y la música original de Rodrigo Mendoza.