JUEVES 9 DE NOVIEMBRE DE 2000
Ť Jean Meyer Ť
El último tirano
Se trata del último déspota de Europa, porque fuera de Europa hay muchos más. Después de la suave caída de Slobodan Milosevic, no queda sino Alexander Lukashenko, el zar de Bielorrusia, presidente legítimamente electo en 1994, en buena lid electoral. Su llegada al poder fue el resultado de la incipiente democracia de esta antigua república soviética que, muy posiblemente de haber sido consultada, jamás habría escogido el camino de la independencia. Lukashenko llegó al poder como un hombre joven, portavoz de una gran mayoría desesperada por la corrupción y la ineficiencia, nostálgica de la unión con Rusia, mucho más que con la URSS.
Lukashenko sigue siendo bastante popular, aunque menos que antes, como Milosevic hace seis meses, cuando nadie preveía que el pueblo serbio iba a cambiar de humor. Lukashenko, apoyado por Moscú, ha concentrado todos los poderes, desvirtuado las instituciones, eliminado la oposición, hasta físicamente en algunos casos; la corrupción ha crecido a un grado supremo en la satrapía de este reyezuelo, quien proclama su admiración por Adolfo Hitler y José Stalin, su amistad por Saddam Husain y Muamad Kadafi.
Las elecciones legislativas del mes pasado confirmaron que Lukashenko es todavía el Milosevic de antes del "desastre" (para Milosevic). Las elecciones fueron una farsa a la cual los observadores internacionales no se prestaron. Con todo y el necesario realismo político mínimo, no se entiende muy bien por qué el presidente ruso habló por teléfono a Minsk para felicitar a Lukashenko por su "victoria".
La oposición, diezmada por un sinfín de trácalas jurídicas y presiones demasiado concretas, había llamado a la abstención; dicho llamamiento fue inmediatamente tratado como un delito y varios activistas fueron arrestados. La oposición encontró eco sólo en la capital Minsk y en 14 por ciento de los distritos, pero no se sabrá nunca si tiene razón cuando afirma que en esos lugares la votación no logró la barrera mínima de 50 por ciento de electores que es condición de validez.
Lukashenko afirma que votó 70 por ciento en todo el país y que todos y cada uno de los 110 diputados son suyos. šBella victoria! Qué duda cabe. Estados Unidos no reconoce la validez de la jornada, la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) dice que las elecciones no fueron ni libres, ni honestas, ni confiables. Lukashenko ironiza que esas calificaciones no son más que la prueba de la parcialidad de Europa y de Estados Unidos; la posición rusa es que aquellos juicios son más políticos que objetivos y corresponden a la voluntad occidental de prevenir la reunificación entre Rusia y Bielorrusia, que ha figurado siempre en el programa de Lukashenko.
El propio presidente, que irá pronto a su relección, comparó la injusticia de la cual se dice víctima con la indulgencia occidental hacia el gobierno de Ucrania y sus elecciones presidenciales de noviembre de 1999. Efectivamente, la "democracia" ucraniana deja mucho que desear y la corrupción alcanza las más altas esferas del Estado; recuerdo que la OSCE criticó severamente las elecciones pero que, sin embargo, Estados Unidos, Londres, Berlín y París consideraron que la relección de Leonid Kuchma (calificado con o sin razón de "pro occidental") había sido correctamente conseguida.
Por lo pronto, Lukashenko no tiene por qué preocuparse; sigue gozando del consenso de la mayoría de la nación y seguirá con él mientras no surja una oposición unificada capaz de cristalizar malestar e insatisfacción.
Los políticos de oposición lo saben desde 1996, pero jamás han logrado ofrecer una alternativa creíble.