JUEVES 9 DE NOVIEMBRE DE 2000
Ť Adolfo Sánchez Rebolledo Ť
Rodríguez Alcaine y šel fantasma comunista!
No cabe duda de que los espectadores mexicanos somos afortunados. Mientras en un canal de televisión Felipe González revelaba con ánimos pedagógicos los secretos de la transición española, en el otro Leonardo Rodríguez Alcaine daba, a su manera inimitable, su propia lección de cocina transicional ante los ojos admirados de Lolita de la Vega.
Y una vez más, el líder electricista dio la nota retrayéndonos al pasado que ya parecía enterrado. Sin arredrarse repitió las vulgaridades acostumbradas sobre sus relaciones con el (nuevo) gobierno, pero esta vez añadió algunos tintes sorprendentes a su siempre abusiva exposición. Sin empacho denunció que la actual disidencia en el SUTERM es obra del "viejo partido comunista" y de agitadores profesionales infiltrados en sus filas, conforme a un video que destacaba la asistencia de algunos ex huelguistas universitarios que nada tenían que hacer en la explanada de la CTM el día del congreso sutermista.
La alusión al Partido Comunista --reaparecido, según él, bajo el manto perredista-- no fue, sin embargo, un lapsus de un hombre desinformado que ya está gagá y repite retóricamente los argumentos para exorcizar a sus fantasmales enemigos. La cosa es más seria, pues él no puede explicarse ninguna inconformidad a no ser por la presencia de una conjura subversiva. Sencillamente, la protesta legítima no es siquiera imaginable en los sindicatos puesto que allí la democracia no está inscrita en el orden del día. En esas circunstancias, presionado por barruntos de tormenta, el líder actúa por instinto extrayendo de la bolsa los recursos que tiene bien probados en su defensa y, primaria y primitivamente, los traduce al razonamiento pendenciero que a lo largo de los años sirvió como explicación y coartada para suprimir la democracia sindical y, en general, la rebeldía social: el anticomunismo, principio vital del llamado "sindicalismo libre", agrupado en México bajo las siglas de la CTM.
La ideología anticomunista permitió al "movimiento obrero organizado" bajo la égida de Fidel Velázquez mantenerse como un pilar del Estado sin poner en entredicho sus relaciones con la empresa ni cuestionar los principios del nacionalismo institucionalizado siempre atento a los rumores de la guerra fría. Hoy el anticomunismo parece un anacronismo inocuo, carente de materia de trabajo, pero en tiempos no demasiado lejanos, ésa fue la "teoría" que sirvió a los gobernantes para suprimir "legítimamente" a críticos e insurrectos. Con la excusa de la conjura exterior, el gobierno reprimió violentamente la huelga ferrocarrilera a fines de los cincuenta y el movimiento estudiantil de 1968 y fueron acalladas innumerables protestas posteriores en el seno del sindicalismo. Si bien la iniciativa privada lanzaba de tarde en tarde sus dardos "democráticos" contra el Estado "socializante", en cambio sus críticas al sindicalismo oficial no pasaban de las denuncias rituales sobre la corrupción de algunos líderes encumbrados y sus pretensiones salariales siempre "exorbitantes". Y es que, a pesar de las apariencias, bajo la dorada estabilidad del régimen revolucionario y su retórica maximalista yacía enterrada oficialmente la lucha de clases, mucho antes que el señor Abascal nos diera la buena noticia de su repentina extinción. No era el paraíso, desde luego, pero los sindicatos garantizaban eficazmente la tranquilidad en las empresas mientras el gobierno cuidaba las fronteras de la amenaza importadora y preservaba el orden social bajo un alucinante estado de derecho que siempre condenaba a los desamparados.
La derecha empresarial, que hoy se ufana en defender los derechos humanos en temas religiosos y morales y hasta laborales, proscribió entonces, con la debida aquiescencia gubernamental, la libertad sindical y el derecho a ganarse el pan de muchos trabajadores ubicados por sus ideas en listas negras de sindicatos blancos, mientras las empresas, claro, generaban el indivisible gran pastel de la riqueza nacional. El anticomunismo sellaba esta gran alianza no declarada que, por lo visto, se mantendrá, a pesar de los enormes cambios económicos y políticos de la última década.
Al denunciar al Partido Comunista a fines del año 2000, no sorprende la estrechez intelectual de Rodríguez Alcaine, que es notoria y bien conocida. Lo que sí resulta cuestionable es que un hombre así permanezca a la cabeza de los trabajadores mexicanos en la transición democrática. No se trata, por supuesto, de que Vicente Fox se encargue de sustituir a un dirigente por otro en el viejo estilo priísta. Pero es inconcebible que un presidente electo democráticamente piense que el charrismo resulta de una decisión autónoma de los trabajadores en pleno uso de sus facultades políticas y sindicales. Resulta por demás extraño que un admirador ferviente de Lech Walesa, como lo es el presidente electo, le dé el visto bueno a Rodríguez Alcaine y cierre los ojos ante la realidad vergonzosa del sindicalismo mexicano como un recurso para alcanzar la reforma eléctrica. Grave error.