MARTES 7 DE NOVIEMBRE DE 2000
Ť Cartucho Ť
Ť Nellie Campobello Ť

nellyEste día, 7 de noviembre, se cumplen cien años del nacimiento de Nellie Campobello, escritora, bailarina, coreógrafa, maestra, promotora cultural, figura fundamental de la cultura nacional del siglo veinte. Atrapada por individuos turbios, su final fue triste, desolado, oscuro. Pero no es el territorio limítrofe con la nota roja, el morbo o el sensacionalismo el destino justo para una figura tan grandiosa. Editorial Era ha puesto a circular recientemente el libro Cartucho. Relatos de la lucha en el norte de México, de Nellie Campobello, con un prólogo de Jorge Aguilar Mora y una cronología puntual, transparente, objetiva. Además de los textos analíticos, la materia prima de Cartucho muestra de cuerpo entero la grandeza de la escritora Nellie Campobello. Como un festejo en su centenario, presentamos a nuestros

lectores una selección de este libro imprescindible.

Cuatro soldados sin 30-30

Y pasaba todos los días, flaco, mal vestido, era un soldado. Se hizo mi amigo porque un día nuestras sonrisas fueron iguales.

Le enseñé mis muñecas, él sonreía, había hambre en su risa, yo pensé que si le regalaba unas gorditas de harina haría muy bien. Al otro día, cuando él pasaba al cerro, le ofrecí las gordas; su cuerpo flaco sonrió y sus labios pálidos se elasticaron con un ''yo me llamo Rafael, soy trompeta del cerro de La Iguana". Apretó la servilleta contra su estómago helado y se fue; parecía por detrás un espantapájaros; me dio risa y pensé que llevaba los pantalones de un muerto.

Hubo un combate de tres días en Parral; se combatía mucho.

''Traen un muerto ?dijeron?, el único que hubo en el cerro de La Iguana". En una camilla de ramas de álamo pasó frente a mi casa; lo llevaban cuatro soldados. Me quedé sin voz, con los ojos abiertos abiertos, sufrí tanto, se lo llevaban, tenía unos balazos, vi su pantalón, hoy sí era el de un muerto.
 


Las cinco de la tarde

Los mataron rápido, así como son las cosas desagradables que no deben saberse.

Los hermanos Portillo, jóvenes revolucionarios, ¿por qué los mataban? El camposantero dijo: ''Luis Herrera traía los ojos colorados colorados, parecía que lloraba sangre". Juanito Amparán no se olvida de ellos. ''Parecía que lloraba sangre".

A los muchachos Portillo los llevó al panteón Luis Herrera, una tarde tranquila, borrada en la historia de la revolución; eran las cinco.
 


Desde una ventana

Una ventana de dos metros de altura en una esquina. Dos niñas viendo abajo un grupo de diez hombres con las armas preparadas suplicaba desesperado, terriblemente enfermo se retorcía de terror, alargaba las manos hacia los soldados, se moría de miedo. El oficial, junto a ellos, va dando las señales con la espada; cuando la elevó como para picar el cielo, salieron de los treintas diez fogonazos que se incrustaron en su cuerpo hinchado de alcohol y cobardía. Un salto terrible al recibir los balazos, luego cayó manándole sangre por muchos agujeros. Sus manos se le quedaron pegadas en la boca. Allí estuvo tirado tres días; se lo llevaron una tarde, quién sabe quién.

Como estuvo tres noches tirado, ya me había acostumbrado a ver el garabato de su cuerpo, caído hacia su izquierda con las manos en la cara, durmiendo allí, junto de mí. Me parecía mío aquel muerto. Había momentos que, temerosas de que se lo hubieran llevado, me levantaba corriendo y me trepaba en la ventana, era mi obsesión en las noches, me gustaba verlo porque me parecía que tenía mucho miedo.

Un día, después de comer, me fui corriendo para contemplarlo desde la ventana; ya no estaba. El muerto tímido había sido robado por alguien, la tierra se quedó dibujada y sola. Me dormí aquel día soñando en que fusilarían otro y deseando que fuera junto a mi casa.
 


El

Cartucho no dijo su nombre. No sabía coser ni pegar botones.

Un día llevaron sus camisas para la casa. Cartucho fue a dar las gracias. ''El dinero hace a veces que las gentes no sepan reír", dije yo jugando debajo de una mesa. Cartucho se quitó un gran sombrero que traía y con los ojos medio cerrados dijo: ''Adiós", Cayó simpático, ¡era un cartucho!

Un día cantó algo de amor. Su voz sonaba muy bonito. Le corrieron lágrimas por los cachetes. Dijo que él era un cartucho por causa de una mujer. Jugaba con Gloriecita y la paseaba a caballo. Por toda la calle.

Llegaron unos días en que se dijo que iban a llegar los carrancistas. Los villistas salían a comprar cigarros y llevaban el 30-30 abrazado. Cartucho llegaba. Se sentaba en la ventana y clavaba sus ojos en la rendija de una laja lila. A Gloriecita le limpiaba los mocos y con sus pañuelos le improvisaba zapetitas. Una tarde la agarró en brazos. Se fue calle arriba. De pronto se oyeron balazos. Cartucho con Gloriecita en brazos hacía fuego al Cerro de la Cruz desde la esquina de don Manuel.

Había hecho varias descargas, cuando se la quitaron. Después de esto el fuego se fue haciendo intenso. Cerraron las casas.

Nadie supo de Cartucho. Se había quedado disparando su rifle en la esquina.

Unos días más. El no vino; Mamá preguntó. Entonces José Ruiz, de allá de Balleza, le dijo:

?Cartucho ya encontró lo que quería.

José Ruiz dijo: No hay más que una canción y ésa era la que cantaba Cartucho.

José era filósofo. Tenía crenchas doradas untadas de sebo y lacias de frío. Los ojos exactos de un perro amarillo. Hablaba sintéticamente. Pensaba con la Biblia en la punta del rifle.

?El amor lo hizo un cartucho. ¿Nosotros?... Cartuchos.

Dijo en oración filosófica, fajándose una cartuchera.
 


Las mujeres del Norte

Era febrero, llegaron las fuerzas del general Villa. Dice Chonita, contenta de recordarlo:

?Hacía mucho aire, los sombreros nomás se les pandeaban en la cabeza. Bañados de polvo traían la boca seca, los ojos revolcados, pero muy tranquilos miraban las calles. Entraron a caballo, estaban muy contentos. Las gentes que los vieron los recuerdan todavía. ''Sí, cómo no, sí", dicen las señoras: ''Por allí iba Nicolás Fernández, alto, delgado, con toda la cara llena de tierra del camino real. Muy tranquilo pasó por aquí, después se detuvo frente al Cuartel General y habló con Villa, quebró la rienda y se alejó por aquella esquina de allá". Extienden la mano y señalan, y tornan a rememorar las figuras de los centauros de la sierra de Chihuahua.

''Martín López, aquel muchacho tan muchacho, que parecía un San Miguel en los combates. ¿No se acuerdan cómo nomás le volaba la mascada del cuello, y doblándose sobre el caballo se metía hasta adentro de los balazos revuelto con los enemigos? ¿Quién hubiera podido detenerle? Las balas no le entraban. Martín, el que lloraba cuando se acordaba de su hermano Pablito, se fue por allí, por el callejón ése", señalan un callejoncito empinado y lleno de piedras, ''iba tendido sobre el caballo. Por la otra calle, el enemigo entraba también corriendo y la sombra de Martín López se miraba brincar por sobre los pretiles, el enemigo no lo miró. San Miguel lo cuidaba. Las voces repiten ?allá donde la vida se quedó detenida en las imágenes de la revolución? el nombre de Martín. Martín López, el muchacho valiente, por allí se fue". Y una mano vieja, de uñas partidas y dedos gastados por el trabajo, señala el callejón de piedritas. ''Por allí se fue, dicen aquellas mujeres. Iba solo y su alma, nomás miraba a los cerros, pero al oír los balazos se reían con nosotros. Pobrecito, Dios lo tenga en paz".

Y Elías Acosta, el de los ojos verdes y las cejas negras, hombre hermoso, con su color de durazno maduro, venía por ese lado con su asistente y se detuvieron en casa de Chonita.

Apenas comenzaron a comer, cuando les gritaron de la calle:

?Ya vienen por el puente los changos.

?Madrecita ?dijo Elías Acosta?, horita vengo, cuide que no se me enfríe mi caldo.

Su asistente les hizo a los changos el juego. Elías Acosta, escondido en el callejoncito, les hizo fuego; jamás le fallaba la puntería.

Volvieron a la casa de Chonita a buscar su caldo y su taza de atole.

Chonita les traía todo, corría, volaba; sabía que aquel hombre adornaba, por última vez, la mesa de su fonda.

?¿Cuánto le debo? ?le dijo tímidamente?. Ya nos vamos, madrecita, porque vienen muchos changos.

?Nada, hijo, nada. Vete, que Dios te bendiga.

?Por allí se fueron ?decía, levantando su brazo prieto y calloso, Chonita, la madrecita de Elías Acosta y de tantos otros.

Las voces siguen preguntando:

?¿Y Gándara? ¿Y el Chino Ortiz?

?Sí ?contestan aquellas mujeres testigos de las tragedias?, sí, cómo no, allí donde está esa piedra le tumbaron el sombrero y lo fueron a matar hasta allá, frente a aquella casa.

''Kirilí, Taralatas, cada quien se fue por donde pudo.

''Habían entrado, era febrero, hacía aire, los ojos los traían revolcados. Los sombreros se les pandeaban sobre la frente. Las manos rajadas por el viento se mecían sobre la rienda de sus caballos. Sólo estuvieron unas cuantas horas y luego se fueron", los brazos de las madrecitas de ocasión señalan los lugares. ''No les dieron tiempo de nada, pobrecitos. ¿Volverán en abril? ¿Volverán en mayo? Esta vez se quedó uno, todavía no lo levantan. Lo recogerá el carro de la basura. Nosotros no lo podemos hacer, nos matarían los carranzas.

''¡Pero ellos volverán en abril o en mayo!", dicen todavía las voces de aquellas buenas e ingenuas mujeres del Norte.