MARTES 7 DE NOVIEMBRE DE 2000
Ť Ugo Pipitone Ť
More Trees, less Bush(es)!
Fue el grito que se escuchó en las manifestaciones callejeras en Los Angeles el 16 de octubre. Hoy día este deseo --dejando a un lado la audacia implícita de comparar a Gore con un árbol-- podría cumplirse o, tal vez, no. Ha sido repetido hasta el cansancio: estas elecciones presidenciales en Estados Unidos son las más competidas en varias décadas. Lo cual es asombroso, es necesario añadir, considerando que la década clintoniana ha sido de indudables éxitos económicos. El heredero de Clinton debería tener la batalla ganada si los electores se comportaran con aquella racionalidad que la teoría les asigna. Pero no es así y a este articulista, abandonando la vestidura neutral del oficio, no queda más que manifestar sus preferencias augurándose que Bush pierda. No igual entusiasmo le produce la victoria de un Gore que parece estar lejos de la personalidad y el valor para emprender las reformas que el país requiere. Requiere, añadamos, para dejar de ser descarnado y correctamente refigurado, como lo ha sido recientemente, por esos (lúcidos) sociólogos disfrazados de cineastas que son Todd Solondz en Happiness y Sam Mendes en American Beauty. En fin, hay tiempos en que no lo mejor, sino evitar lo peor, parecería ser la máxima ambición posible.
A propósito de la herencia clintoniana, será suficiente decir esto: a comienzo de los años noventa el PIB estadunidense alcanzaba 26 por ciento de la riqueza mundial. A fines de la década, el peso de la economía estadunidense en el mundo (navegando contra la corriente de largo plazo de un progresivo descenso) llega a 29 por ciento. Al notable crecimiento de los años ochenta, sucede un crecimiento aún más acelerado en los noventa. Una aceleración que no se debió ni al desequilibrio de las cuentas públicas ni al aumento de los impuestos. Veamos algunos datos. Cuando Clinton asumió la presidencia, el déficit publico alcanzaba 5 por ciento del PIB. Al momento de salir de la Casa Blanca, ocho años después, deja un superávit de 1 por ciento. El gasto público pasa de 23 a menos de 20 por ciento del PIB. En el mismo periodo las utilidades de las empresas pasan de 400 a más de 800 billones de dólares, mientras la presión fiscal sobre las empresas se reduce. En Estados Unidos ocurren en los noventa muchas cosas cuya explicación conjunta aún está lejos de producirse.
Sin menospreciar las virtudes de la política económica clintoniana habrá, sin embargo, que recordar dos ventajas estadunidenses sobre el resto del mundo: el alto grado de escolaridad (en promedio 16 años por persona) y el elevado grado de computarización de la vida tanto de las familias como de las empresas y de la administración pública. Con 5 por ciento de la población mundial, Estados Unidos representa 36 por ciento de los navegantes habituales del ciberespacio.
ƑDe qué pueden quejarse los estadunidenses? De muchas cosas, entre las cuales que los salarios de hoy (medidos en términos semanales) apenas lleguen hoy al valor real alcanzado en 1985-86. Un valor, por cierto, que estaba bien por debajo de los máximos tocados a principio de los setenta. Pero este costo se da simultáneamente con el beneficio de una tasa de desempleo que (alrededor de 4 por ciento) se sitúa en los niveles más bajos de las últimas décadas. Pueden quejarse de una distribución del ingreso entre las más desiguales del planeta, excluyendo al conjunto de los países en desarrollo. Pueden quejarse de una política-espectáculo en que tener ideas es lo más arriesgado.
Pero, aparentemente, éstas no son las quejas más visibles en la sociedad estadunidense de hoy. Las críticas tienden a venir por el lado opuesto: de una derecha que quiere menos impuestos y más libertad de acción. Una derecha en sintonía con el espíritu de un capitalismo hiperliberal que exige más libertad y menos compromisos sociales. En un número reciente de The Economist (octubre 21-27, 2000) se señala una circunstancia esencial: entre 1992 y la actualidad, los propietarios de acciones se han duplicado en Estados Unidos, alcanzando la mitad de las familias. Y siendo que la participación al voto de los accionistas es mayor que la de los no accionistas, se estima que en esta ocasión, dos terceras parte de los votantes serán accionistas de alguna empresa. Estados Unidos --concluye The Economist-- se acerca a ser la primera democracia de accionistas.
Ninguna sorpresa entonces que gran parte de los electores sientan cierta incomodidad con Gore, por el temor hacia cualquier idea que pueda oler a solidaridad social, a proyecto político, a visibilidad de alguna voluntad pública reformadora. El modelo ideal de sociedad para un accionista es, en la mejor de las hipótesis, una mezcla de darwinismo social con algunas gotas de beneficiencia. Y Bush es la mejor encarnación de esa cultura y ese espíritu. De ganar el hijo del ex presidente, ganaría una voluntad de creciente desresponsabilización de las clases dirigentes respecto a su propia sociedad. Si, en cambio, ganara Gore quedaría la esperanza de alguna resistencia frente a las tendencias de una sociedad democrática de acentuar, en nombre de la eficiencia, sus rasgos oligárquicos. Una tendencia peligrosa en una sociedad históricamente más atraída por el mito de la riqueza individual que por cualquier consideración de solidaridad.