La Jornada Semanal, 5 de noviembre del 2000
 
 
 
(h)ojeadas
 
Letras de la independencia
 
Arturo Azuela

 

José Luis Martínez,
Literatura de la Independencia,
ensayo s/e,
México, 1994.

 

Sin lugar a dudas que este texto de José Luis Martínez –este ensayo en torno a la literatura en la época de la Independencia– da lugar a muchas reflexiones; es motivo de especulación sobre muy diversos temas que todavía hoy son materia de discusión, de polémica, de una profunda actualidad. Una literatura, como ha dicho nuestro crítico, que se agota bajo los excesos de un barroquismo en plena descomposición o en los inútiles rigores del gusto neoclásico; he aquí una de las claves para entender la gestación de la literatura de nuestra Independencia, de unas letras que parten no sólo de una guerra, de una confrontación de hechos bélicos, sino de la que algunos historiadores –y grandes historiadores: José María Luis Mora, Lucas Alamán, Carlos María de Bustamante– llamaron Revolución, una verdadera conmoción que llegó a las entrañas del pueblo mexicano.

Dicen bien don José Luis que, en aquel tiempo apocalíptico, "las letras difícilmente pudieron salir airosas". El México independiente nacía entre los escenarios de una gran arquitectura –amplios sectores de la ciudad capital exponían ejemplos magistrales– y una literatura que había congregado ni más ni menos que a doscientos poetas en torno a la estatua ecuestre de Carlos IV. Afortunadamente, aquella preocupación nacionalista de los jesuitas expulsados a fines del siglo XVIII dio sus frutos en la exigencia de una historiografía propia y, poco a poco, nos lo subraya el cronista, en una poesía como arma de combate tan activa como material.

El Diario de México es una clave fundamental: fijémonos en las fechas de su vida: de 1805 a 1817 es el arco triunfal y los días catastróficos de Napoleón Bonaparte, la figura del Anticristo, el Apocalipsis que va de un lugar a otro del mundo europeo; ya no es sólo la Revolución Francesa, ya no son sólo los escritos de los filósofos de la Ilustración: ya no son la herejía, la apostasía o el ataque contundente al hacedor del cosmos; es un hombre de carne y hueso el que suma victorias y se erige como el emperador sin fronteras; es una figura que encarna el poder sin concesiones, que va de campaña en campaña y da lugar a la gestación de otros modelos. Unas aquí y otras allá, las figuras napoleónicas crecerán sin medida; bien lo sabemos los mexicanos: aquí tuvimos a Agustín de Iturbide y a Antonio López de Santa Anna

En aquel Diario de México se informaba, aunque tardíamente, de las campañas napoleónicas; en esas páginas colaboraban los escritores que forjaron la literatura de la Independencia. Y desde entonces hasta nuestros días, el periodismo ha sido la mejor escuela de muchos de nuestros escritores; ahí afinan, ensayan, experimentan; ahí polemizan y le dan a la palabra su peso definitivo. De Carlos María de Bustamante a Martín Luis Guzmán, de José María Rodríguez del Castillo a José Vasconcelos, nuestros intelectuales han vivido el periodismo no sólo como una trinchera para el combate político sino como el gran refugio para su propio camino de perfección literaria.

Hay una explicación excelente en este trabajo de José Luis Martínez al hablar del franciscano Fray José Manuel Martínez de Navarrete, poeta significativo en su modestia, en su humildad. Creo que esa es una de las claves para entender, en general, la poesía de la época: significativa en su modestia, en "aquella tibia aurora del sentimiento romántico". Poetas de muy diversa raíz y de intenciones disímbolas son citados en este ensayo, casi todos colaboradores del Diario del México y miembros de la Arcadia: "poetas de inspiración pastoril, versificadores de circunstancias, latinistas, cantores de lo divino y medianos fabulistas".

Pero, afortunadamente, no todo era significativo en su modestia, pues existían, en casos aislados, sustancias explosivas o elementos corrosivos. Los ensayistas de la Ilustración poblaban las bibliotecas y no dejaban títere con cabeza; la rebelión contra la tutela española era inminente. Las proclamas políticas, nos dice nuestro director de la Academia Mexicana, ocasionan para la literatura una serie de interesantes manifestaciones y cambios de rumbo en las obras de los escritores de la época; se refiere a las proclamas políticas de ambos bandos, de los realistas y los insurgentes.

En aquel Diario de México, por cierto, no sólo aparecían noticias políticas o colaboraciones de poetas o ensayistas, sino también se daban informaciones curiosas; por ejemplo: la venta de una esclava de Guinea –mujer hacendosa, digna para quehaceres de la casa– y también digna y muy apta para otros más sabios menesteres.

Los periodistas de la Independencia se forjaron en múltiples frentes y entregaron valiosos testimonios históricos y literarios. La poesía de inspiración patriótica, por ejemplo, jugaría su papel, llena de aliento guerrero, animando a los varones a empuñar las armas para derrotar a los tiranos; el timbre poético de Francia había llegado muy pronto a las guerras americanas de Independencia. Por cierto que, de una frontera a otra, de nuestras Californias, Texas y Arizona de entonces, al Estrecho de Magallanes, los ecos de la Marsellesa también resonaban. Y muy pronto, los himnos nacionales serían una prueba más de la literatura de urgencia de los lustros posteriores a la Independencia. Todos diríamos, en cada país, sin el menor empacho, de México a Argentina, de Colombia a Uruguay, que nuestra canción nacional es la más bella del mundo, después de la Marsellesa, desde luego.

En la poesía del inicio del México independiente no faltaron las odas eróticas, los epigramas y las traducciones latinas y francesas. Un caso importante, subrayado por José Luis Martínez, es el de Francisco Ortega, sobre todo en la poesía sagrada, conceptuosa y doble. Otro género fundamental para el estudio de la época es el de los memorialistas; y quién mejor que Fray Servando Teresa de Mier, cuyos testimonios han dado lugar no sólo a muy diversos estudios de nuestros historiadores sino a novelas que escritores de otras tierras americanas han dedicado a este relator regiomontano, crítico agudo, protagonista de grandes peripecias, desterrado entre caldeos y comendadores, entre covachuelos y corbatas. Cualquiera que quiere entender estas décadas agitadas no puede hacer a un lado la Apología de Fray Servando.

Después de los memorialistas, agrega don José Luis, entre los reflejos del Madrid liberal, promulgada la Constitución de Cádiz, surge la figura de José Joaquín Fernández de Lizardi, ilustre nombre que para el que esto escribe fue fundamental desde antiguos tiempos, allá por los cuarenta, en plena posguerra, en una escuela primaria –El Pensador Mexicano– por las calles de Ciprés, entre Alzate y Díaz Mirón, hoy calles que llevan el nombre de Torres Bodet. No puede olvidar, en uno de aquellos corredores, en letrass de molde, el epitafio de don Joaquín: "Aquí yacen las cenizas del Pensador Mexicano, quien hizo lo que pudo por su patria." Y como nunca se levantó una lápida, cosas del destino, al menos sus palabras fueron escritas en una escuela insigne.

Y con El Periquillo Sarniento, bien lo sabemos, nace nuestra narrativa –la novela en que, por cierto, la Ciudad de México es un personaje central. Recordemos que entonces nuestra urbe tenía 250 mil habitantes, que las costumbres eran más relajadas aquí que en España; de hecho, dice por ahí un cronista –y esto no es alucinación ni estridentismo– que aquí ya se practicaba el aborto entre las clases acomodadas: miles de fetos fueron encontrados muchos años después en los sótanos o en los escombros de viejos edificios.

Bien afirma don José Luis, al explicarnos a Lizardi: "Sobresale por la energía y el valor que puso siempre al servicio de su pluma." Así, para terminar, aquellas letras de nuestra Independencia, al fin ya nuestras, con sus profundos antecedentes novohispanos, se forjaron entre luchas políticas antagónicas, con gente de capa negra y gente de capa parda, con léperos que molestaban a todo mundo con sus impertinencias, con muchos que siguieron el camino de la conveniencia con pies ligeros y otros el de la rectitud y la moralidad con pies de plomo, entre individuos que andaban de picos pardos o que iban forjando la nueva patria, los que se sacrificaban y sabían que sus cabezas podían ser expuestas en alhóndigas.

Nace nuestra literatura, quizá significativamente menor, pero también se gesta nuestra historiografía, desde el principio significativamente mayor y poniendo todas las yemas en las llagas de una sociedad que, ya desde entonces, tendrá sus ricos empobrecidos y los intrusos enriquecidos de la última hornada. Confusiones de los subibajas sociales de los años posteriores a la Independencia. De aquellos polvos, diría El Periquillo con desenfado en alguna celda, vienen todos estos lodos del presente•

 

 


c o c i n a
Leonardo y el fogón
Leo Mendoza
Leonardo Da Vinci,
Notas de cocina,
Temas de hoy,
España, 1999.

Nadie puede poner en duda la enorme influencia que Leonardo Da Vinci –ese genio universal– tuvo en el gran cambio renacentista. El autor de la Mona Lisa es, antes que nada, un ejemplo de pensamiento visionario, un adelantado en la transformación de la forma de ver el mundo: su obra, fragmentaria, experimental, novedosa, es más admirable aún porque muchas veces implica el testimonio de un fracaso creativo. Algunos de sus frescos no perduraron y sus más brillantes máquinas –muchas de ellas pensadas para la cocina– o nunca pudieron ser construidas o bien fueron un absoluto desastre, tanto que algunas fueron utilizadas precisamente como armas defensivas debido al enorme poder destructivo que poseían.

Pocos son, sin embargo, quienes saben que una de las mayores pasiones de Da Vinci fue el fogón y la invención de platillos extrañamente modernos, en los cuales era mucho más importante la apariencia –lo que chocaba, por supuesto, con la desmesura pantagruélica de los banquetes nobles. Pero todavía en sus años mozos, mientras practicaba como aprendiz en un taller florentino, Leonardo trabajaba sirviendo comidas en la célebre taberna de Los Tres Caracoles, donde, tras la misteriosa muerte de todos los cocineros por envenenamiento, pasó a ser jefe de cocinas y fue prontamente repudiado por los comensales, que se negaban a probar sus experimentos culinarios. Algo similar ocurrió cuando en compañía de su amigo Botticelli abrió La Enseña de las Tres Ranas de Sandro y Leonardo: los nobles rechazaban aquellos platillos elaborados con gran esmero pero poco abundantes.

Llevado por sus vagabundeos, Leonardo –quien tenía gran fama como tañedor de laúd– se convirtió en maestro de banquetes de la corte de Ludovico Sforza: entre el genio y el gobernante nació una relación simbiótica que, incluso en sus momentos más desafortunados, se restablecía tras una estancia de Leonardo en el campo. Para Sforza, Da Vinci diseñó infinidad de artilugios de cocina –por ejemplo, herramientas para destazar por completo a un buey, un prensador de cerdos o bien un limpiador semiautomático de pisos– con la idea de ahorrar energía humana: el resultado fue un total y absoluto desastre que, sin embargo, no desanimó al genial pintor, que continuó con sus experimentos e incluso transformó las maneras de mesa al inventar la servilleta, así como el diente intermedio del tenedor. Se dice que también creó la máquina para hacer spaguetti, un machacador de ajos y el sacacorchos. Una vez diseñado este último ingenio, Leonardo se preocupó por encontrar la manera de cerrar las botellas de vino con un corcho.

Las peripecias de Leonardo en la cocina dan para un libro y eso es precisamente lo que la editorial Temas de hoy ha hecho al rescatar un manuscrito –el Codex Romanoff– que reúne las anotaciones culinarias de Da Vinci. Y aun cuando la autenticidad de estas notas –que aparentemente se encuentran en algún lugar de Rusia y fueron copiadas por un noble italiano cuya familia las mecanografió– es bastante dudosa (por principio de cuentas el libro es una traducción de la edición inglesa y no de la original italiana, como bien podríamos esperar), la verdad es que el texto resulta sumamente atractivo: por supuesto que la cocina –recuérdese a sor Juana y el huevo frito– despierta dentro de una mente inquieta las más diversas elucubraciones y hasta puede ser que provoque la alta filosofía; sin embargo, en el caso de Leonardo nos encontramos ante apuntes al vuelo de recetas y de maneras de mesa que a veces nos suenan terriblemente despiadadas o bien cargadas de un profundo humor negro: al asesino que se contrata para que cumpla su trabajo en la mesa debe despedírsele una vez que ha cumplido su labor con discreción para no alterar el apetito de los otros huéspedes. Este consejo, asaz extraño, podría parecer cargado de cinismo si no fuera porque algunos escritores –pensemos en el John Ford de Lástima que sea una puta– nos han dejado descripciones de enorme dureza en torno a la vida pública y privada de los nobles renacentistas, duchos en el arte de la intriga, el envenenamiento y el puñal.

Como gran observador que era, muchas de las notas de Da Vinci hacen hincapié en las costumbres de la época que le causaban particular aversión, como es el caso de limpiarse las manos en conejos vivos o bien de pasar un cuchillo sucio –sin ninguna mala intención– por los faldones del vecino para limpiarlo. En otros casos, Leonardo nos habla de los usos de algunas carnes, de la mejor manera de cocinarlas y aun de sacar buen provecho de las mismas, por ejemplo, la carne de oso –que no era un platillo muy gustado por el escritor–, cuya grasa es un remedio infalible contra la calvicie. Da Vinci pondera las virtudes del uso moderado del vino, propone la creación de píldoras alimenticias concentradas –en lo cual es también un pionero– y se lamenta al ver cómo los invitados de Sforza acaban con sus preciosos diseños en mazapán sin dejar ni siquiera una miga: quién sabe cuántos e innumerables inventos acabaron en los nobles estómagos de estos comensales. Sin embargo, lo mejor en todo caso son las recetas y la gran variedad de platillos que es preferible dejar de lado porque producen locura –Leonardo, por supuesto, no incluye el pozole en esta lista.

De cualquier manera, auténticas o apócrifas, las notas de cocina de Leonardo Da Vinci (compiladas y editadas por Shelagh y Jonathan Routh) son un verdadero festín y los editores se han preocupado porque vayan acompañadas de los hermosos dibujos de este gran revolucionario del Renacimiento•

 

 

b i o g r a f i a
De nocturna complicidad apasionada
Roxana Elvridge-Thomas

 

Gabriel Gutiérrez,
Elías Nandino,
Secretaría de Cultura de Jalisco,
México, 2000.
 

Gabriela Gutiérrez se impuso a sí misma una tarea que requería de su ardiente entrega. Era una investigación, pero en ella debía comprometer su mente y sus sentidos, sus sentimientos, su intuición. Debía comprender a fondo a un hombre excepcional, lúcido, vehemente, a quien se podrían aplicar, de manera contundente, los endecasílabos de Quevedo: “Alma, que a todo un dios prisión has sido/ venas, que humor a tanto fuego han dado/ médulas, que han gloriosamente ardido…” Y Gabriela Gutiérrez debía entrar a esa hoguera para tratar de descifrarla, para mostrar a sus entonces futuros lectores, un retrato lo más completo posible de Elías Nandino.

Se abocó entonces a una exhaustiva investigación documental que le mostrara (y nos mostrara) todo lo que era el doctor Nandino para los demás: ensayos recogidos en libros, periódicos y revistas, prólogos a sus libros, testimonios escritos de quienes lo conocieron en distintas épocas, críticas y alabanzas. Se enfrentó a la inútil discusión de los críticos por tratar de encasillar a Elías Nandino dentro o fuera del grupo de los Contemporáneos; a los pros y contras para incluirlo o no de quienes debían verlo como es: un poeta. Así de simple y así de complejo. Sin grupos, sin etiquetas.

Con un vasto conocimiento documental, la autora se acercó un grado más, un escalón más, al centro de ese laberinto que se había impuesto como meta, y entrevistó entonces a varios amigos del doctor, quienes hablaban para la investigadora ya no desde el plano erudito del crítico literario –siendo sin embargo varios de ellos profundos críticos y notables escritores–, sino desde el cariño fraterno del amigo o la amiga, desde el conocimiento de la persona, del hombre que vivió y amó, no sólo del enorme poeta que siempre ha sido Elías Nandino. Confrontó entonces opiniones, fue construyendo para sí misma, a través de la investigación, la lectura de su poesía, las opiniones y anécdotas de sus amigos, la personalidad, la vida del doctor Nandino. Ahora sólo le faltaba acceder a él, oír de su propia voz las historias, las emociones, la apasionada visión de toda una vida. Fue así como tres veces llegó a Cocula con el propósito de entrevistar a Elías Nandino, de adentrarse en esa llama que hacía arder cuanto tocaba, en esa llaga que supuraba poesía.

Fue entonces que la admiración se transformó en complicidad, que la intensidad de las memorias y los poemas se internó en sus pliegues, que se sintió preparada para pasar a la escritura, para plasmar –si eso era posible– la vida del tórrido poeta, el médico innovador, hábil y compasivo; el amigo entregado, el promotor cultural, el editor, el formador de generaciones de poetas, el hombre generoso y apasionado que fue Elías Nandino, dando como resultado este libro.

Por supuesto que todo lo que acabo de narrar no sucedió en ese orden. No conozco los pasos que fue dando Gabriela Gutiérrez para la construcción final de Elías Nandino, pero leyendo el libro, esta es la forma en que me gusta imaginar que sucedió; ver a la autora como una sacerdotisa, una heroína al más puro estilo mítico acercándose a un misterio, paso a paso, conocimiento a conocimiento, que no teme enfrentarse a la kratofanía y que, como en toda prueba iniciática, regresa al mundo de los mortales transformada, hecha un solo ser con aquello que fue a explorar, poseyendo un saber nuevo que obsequia a quien quiera escucharlo.

Lo cierto es que, como resultado de la ardua labor de investigación de la autora, tenemos este libro, entre cuyos aciertos destaca el de ser contado de manera novelada, de manera que el doctor Nandino es un personaje que comparte momentos con otro más, creado por la autora y llamado Adela, quien sirve de hilo conductor para darnos, a los lectores, los datos de la vida del poeta. Es interesante la manera en que otros amigos del doctor también se convierten en personajes, lo mismo que la propia autora, en uno de los capítulos del libro.

Es así como Gabriela Gutiérrez se transforma en cómplice apasionada de la noche, el amor, la muerte, la poesía, los eslabones ardientes que formaron la vida de Elías Nandino •

 


FICHERO
los libros que llegan a nuestra redacción
 
 

Cine

• El 68 en el cine mexicano, Olga Rodríguez Cruz, Universidad Iberoamericana/Universidad Autónoma de Puebla/Delegación Coyoacán del Gobierno del DF/Instituto Tlaxcalteca de Cultura, México, 2000, 138 pp.

Ensayo

• Guerrero. Un pasado aciago. Un porvenir promisorio, Vicente Fuentes Díaz, Talleres Gráficos de la Cámara de Diputados, México, 2000, 56 pp.

Ensayo (político)

• Alternancia y gobernabilidad. Dos principios de la democracia política, Vicente Fuentes Díaz, Cámara de Diputados, México, 2000, 36 pp.

• Los tratados de paz con los Estados Unidos (1848), Manuel Crescencio Rejón, Comité de Asuntos Editoriales de la Cámara de Diputados, México, 1999, 77 pp.

Historia

• Breve historia de Veracruz, Carmen Blázquez Domínguez, Sección de obras de historia, Fondo de Cultura Económica/El Colegio de México, México, 2000, 203 pp.

• Declaraciones de derechos sociales, Felipe Remolina Roqueñí, Cámara de Diputados, México, 1998, 470 pp.

• El pluralismo en México. Evolución histórica, Salvador del Río, Comité de Asuntos Editoriales de la Cámara de Diputados, México, 1999, 256 pp.

• General Heriberto Jara Corona. Revolucionario con luz propia, Alicia G. Sánchez Jara, Cámara de Diputados, México, 1999, 337 pp.

• México y El Vaticano. Breve reseña histórica, Jarmila Olmedo Dobrovolny, Salvador de Río Ortiz, Gustavo Rodríguez Castro, et al., Comité de Asuntos Editoriales de la Cámara de Diputados, México, 2000, 327 pp.

Música

• Cien años, cien canciones, Agustín Lara, (CD) recopilación de Mario Arturo Ramos, Editorial Océano, México, 2000, 119 pp.

Narrativa

• El cementerio de los placeres, Daniel Leyva, Alfaguara, España, 2000, 239 pp.

• El tiempo repentino. Crónicas de la Cd. de México en el siglo XX, Héctor de Mauleón, Editorial Cal y Arena, México, 2000, 252 pp.

• La cofradía de las espadas, Rubem Fonseca, traducción de Rodolfo Mata y Regina Crespo, Editorial Cal y Arena, México, 2000, 128 pp.

• Lugar de avispas, Francisco Manzo-Robledo, Impre-Jal, México, 2000, 119 pp.

Poesía

• Caballo de la noche, Leonardo Fernández Borja, Col. De facto, Editorial Tábano, México, 1999, s/f.

• El dardo y la manzana (1967-1997), Waldo Leyva, Col. Cuadernos de la salamandra, Ediciones Sin Nombre/Ediciones Casa Juan Pablos/Seminario de Cultura Mexicana, México, 2000, 69 pp.

Revistas

• Casa del tiempo, núm. 21, octubre 2000, vol. II, época III, Francisco Piñón, David Huerta, Adolfo Echeverría, entre otros, Universidad Autónoma Metropolitana, México, 80 pp.

• El cotidiano, núm. 102, julio-agosto del 2000, año 16, textos de Selene Álvarez Ochoa, Miriam Alfie, Elaine Levine, entre otros, Grupo Editorial, León, México, 120 pp.

• Lateral, especial México, núm. 70, octubre del 2000, año VI, textos de Juan Villoro, Alejandro Rossi, Juan Marsé, Gómez Pin, Lateral Ediciones, España, 46 pp.