La odisea de la Luz, el libro de René Rebetez, dibuja en seis capítulos, un epílogo y un apéndice una carta para navegar los laberintos del macro y el microcosmos, por los que ahora, quizá, su espíritu boga. Basta acercarse al índice de este importante estudio para reconocer que fue escrito desde un estado especial de la conciencia; es una labor que trasluce la Baraka capacidad sobrenatural y que puede ser leído desde múltiples niveles. Sirve como un importante documento de divulgación o como código cifrado para emprender o continuar sendas hacia el único objetivo válido: el Reencuentro con el Gran Diseñador del Universo.
Rebetez realiza otro trabajo mítico aún más difícil Heracles y Odiseo que alcanzar la cierva de Cerinia o afrontar las Rocas Errantes y los Remolinos de Caribdis, pues se trata de escudriñar los rastros de la Luz fuera del Tiempo y el Espacio.
En los términos del Libro rojo de Hergest, es menester considerar que hay tres cosas que enriquecen al poeta: los mitos, la facultad poética y una provisión de poesía antigua; es decir, sólo desde el ángulo de la poesía que es Amor alguien puede aproximarse a una de las tareas más difíciles de la comprensión y el conocimiento humanos: el sufismo y todo lo que ha venido representando a través de los siglos, esta Metafísica enmarcada por el Islam y extendida hacia todas direcciones.
Los celtas tuvieron poetas que eran sacerdotes y jueces; los denominaban fili, derwydd y ollave. Su función en la sociedad fue esencial, como la de los grandes maestros sufis: Rumi, Saadi y Omar Khayam, que representaban la memoria del futuro, eran los portadores de la sabiduría del conjunto y titulares de la intuición y de los sueños. Se sentaban junto a los reyes y cantaban oráculos o baladas. Memoriosos, combinaban letras y números en fórmulas recónditas; por ejemplo, los celtas manejaban el Nueve como letra Coll y lo simbolizaban con el árbol avellano, que era el de la sabiduría. El número Doce era el roble, el árbol de los druidas. Para los sufis el número 165 es la sahada, suma de todas las luces, la Divinidad, escrita con las letras alif (1), lam (30) y ha (5) o sea la ilaha ill (a) Allah, según afirma Christian Bonaud. Usaban como código secreto la clave numérica Abjad, que permite distintos niveles de comprensión.
Cada capítulo nos lleva a un sinnúmero de puertas. El ascenso al macrocosmos vincula la materia y la energía con la Luz, protagonista del periplo de la existencia, sin la que no somos nada, que es infinita y permite la existencia de los corredores cósmicos donde no funcionan las leyes de la física. Agujeros negros, membranas de Finkelstein, sitios en donde la materia desaparece. Entramos a la física cuántica y pasamos con al Ghazail a los niveles del microcosmos, porque éste también es infinito, minúsculo engranaje de cánulas por la que circula la Luz, tan fácil de mover y tan difícil de fijar según lo decía Lu Tsú.
Reconoce Rebetez los fenómenos de la naturaleza, observados y explicados desde hace siglos por los maestros sufis en términos que hoy corrobora la ciencia como procesos que nos conducen hacia nuestro interior, pues somos, según esta línea de pensamiento, el mejor laboratorio. El sufismo pondera especialmente la propia experiencia práctica y concreta.
Después nos topamos con la Verdad, de cuya existencia surge la Unidad que es menester alcanzar pero que resulta inaccesible sin la voluntad del Señor, que es el que previó el acercamiento del hombre a Él, desde la libertad de asumir los Decretos Divinos, superando el tadbir, en los términos del Corán (XX-114) o, como lo expresa Bhom, sumándose a todas las cosas que son Eso que Es, finalmente, totalidad indivisible. También nos encontramos con la experiencia mística que se expresa como Nazartu-hu bi-hi, que se traduce en los siguientes términos: He trascendido mi propia existencia hasta Dios y Lo y he visto con Sus propios ojos. De allí que el sufismo use caminos paradójicos para seguir la Senda por dentro y por fuera, desde el sorpresivo abismo hasta el incidental infinito, por los escuetos silogismos de la razón y por las imperceptibles intuiciones que hacen definir a Rebetez al sufismo como una metafísica de las emociones.
Al estilo de Nagarjuna, el filósofo hindú de la escuela Madhyamika (150 d.C.), el sufismo coincide en que la realidad es suprarracional e inmutable, existe por sí misma y el pensamiento no puede concebirla, ni como ser, ni como no ser, ni como ambos, ni como ninguno. No puede ser apresada por la trampa de la razón, como lo confirman los grandes maestros del budismo Zen.
El símbolo o mito articulado es Dios, que decide pasar por la experiencia directa de lo concreto y para hacerlo crea el caótico meandro de la realidad, con todas las vueltas y los enredos del macro y del microcosmos, con el andamiaje de pomos y retretes al estilo de antiguos alquimistas, para sentir en la invisible carne el milagro del paso del Tiempo, para destilarse como el más sutil de los perfumes y después regresar al Absoluto e Infinito Ser, es decir a Sí Mismo.
Con Ibn el Arabí baja Rebetez a los infiernos nuevo Ulises en esta aventura del espíritu en la que nos enseña, simultáneamente, como lo exigen los sufis, las múltiples vertientes, los horizontes extendidos y los vericuetos del Regreso, de la recurrencia eterna de la vida y la muerte. Porque la vida es un juego infinito del Absoluto y se impregna de Él como latif sutil en su forma, pero también como jabir saber por experiencia respecto al interior de todas las cosas. Es un juego que debe producir la hayra, que es una perplejidad metafísica ante el Ser como Muchos y como Uno, simultáneamente.
Todas las cosas y el hombre, de igual modo, tienen dos facetas: la divina y la propia (lahut y nasut). Frágil división que alcanza al ser individual del humano para bifurcarlo en un Él y en un Yo, de los que se derivan la ipseidad y la yoidad de aquel que es únicamente recipiente para que se manifieste la Divinidad (en clara similitud con la religión vudú). Proceso en el que la muerte es tan ilusoria como la vida y cuyo mejor desenlace para el hombre es alcanzar la autoaniquilación fana, porque el Ego nos hace amnésicos del verdadero conocimiento que consiste en el encuentro de la baqa, Luz Divina según el famoso Bayasid.
Describe Rebetez, con la maestría y la brevedad de quien la ha practicado en Konya, la ceremonia del Sama, danza giratoria concebida por Rumi, que se verifica en el interior de la Tekke, recinto generalmente en penumbra en el que los derviches se sientan en círculo, se escucha la música del ney flauta de origen turco y el Maestro de Danza se coloca en el centro, giran cada uno con su ritmo, en esta forma de meditación en movimiento, para encontrar el Centro, puerta hacia otras dimensiones a las que se llega con luminosa armonía y representando al sistema solar.
Rebetez tiene, además, vocación de cineasta y nos regala una rápida sucesión de imágenes de las escuelas sufis y de los grandes maestros. Así aparecen en close up Nasrudín, el bufón metafísico, Maestro del Interior, identificado como el misterioso Khidir, Señor de la Intuición. Ibn el Arabí (1165 a 1240 d.C.), maestro de Rumi y quizá el más completo filósofo sufi, muestra su perfil de sabio que influyera en Dante, el poeta universal, Jano entre el Medievo y el Renacimiento. Siguen los close up con el hilandero al Ghazali, dibujado en rápidos trazos, rector de la Universidad de Bagdad y consejero del califa, autor de la Alquimia de la felicidad, pensador que privilegiaba la intuición. Es considerado como el más original de los filósofos árabes. Vemos el rostro del poeta Attär, llamado el Farmacéutico, biógrafo de los grandes maestros sufis de los que habla en su libro Asrarnama de los secretos, autor del Lenguaje de los pájaros, del que nos habla Idries Shah en relación al concepto Simurgh treinta pájaros, que significa el desarrollo de la mente. Cabalga a todo color Omar Khayam, poeta, militar y astrónomo, nacido en 1015 y muerto en 1136 d.C. Amigo de Hassan, el Viejo de la Montaña, jefe de los hashashins. Participó en la elaboración del célebre calendario solar Jalili. Controvertido y extraordinario, vivió y murió como su estirpe lo exigía. Maestro del Camino, es el poeta persa más conocido en Occidente. Con una cámara nerviosa, Rebetez director de cine y dueño de una visión giratoria nos presenta a Saadi de Shiraz, el derviche itinerante, prisionero de los cruzados que escribió El huerto y El jardín de rosas. El Errante decía: El león no come las sobras del perro [...] No recibas favores de los infames. Y también: Si no te reprochas a ti mismo, no aceptarás reproches ajenos. Sentencias profundamente esclarecedoras del sufismo.
En otro acercamiento aparece Rumi (1207-1273), poeta y filósofo, autor del Masnavi, también llamado el Segundo Corán, o Corán persa. Desarrolló la música, la danza y la poesía como medios para trasmitir el conocimiento. Recibe las enseñanzas de Shams de Tabriz, emisario del mundo desconocido, guía oculto de los sufis, quien lo acompaña en Aleppo, Damasco y Konia. Lo conduce hacia el Camino y le transmite el concepto del Vacío como manera de llegar al Conocimiento, al estilo de los budistas Zen que enseñan con la contradicción y el absurdo. Algunos discípulos de Rumi envidiaron al gran maestro y se sospecha que lo asesinaron.
La única posibilidad para alcanzar la Verdad es a través de un Maestro y por lo mismo se requiere pertenecer a una tariqa o cofradía, célula iniciática que construyó un sistema que abarca al mundo, vertebración hacia todos los puntos cardinales y con distintos tipos y variadas formas de asociación mística vinculadas a una tradición religiosa ya milenaria.
En un mosaico de enseñanzas, Rebetez nos regala los variados perfiles de las tutuq cofradías. En distintos momentos nos presenta cuadros vivos de danzantes o grupos en silencio ejercitando el dikhr al estilo naqshbandí.
Así aparece la cofradía Naqshbaniya, fundada en Bujara a mediados del siglo XIV. Proviene del movimiento llamado tariqa-i-jwayagan (cofradía de los maestros) a la que perteneció Amir Qula, el maestro espiritual de Tamerlán. Su fundador fue Baha al-Din Naqshband, quien adoptó los Ocho Dichos Sagrados de al-Jaliq y agregó otros tres, síntesis de las doctrinas espirituales de los derviches jwayaganas que mantuvieron su influencia durante siglos. Se resumen las Once Sentencias en un concepto de Baha al-Din: Be-zahir ba jalq budan wa be-batín ba Haqq budan. (Estar en apariencia con el mundo y en secreto con Dios.) El ejercicio místico de la contemplación de la muerte es característico de esta cofradía. El sufi debe contemplarse muerto, enterrado y en descomposición, en pleno dikhr silencioso.
Se reconoce en este valioso libro como una de las más importantes cofradías a la Qadiriya, establecida por Abd al-Qadir siguiendo la ortodoxia en la línea de las tradiciones del Profeta (hadices), condenando la escuela mutazilí y a los Karramiyas mendicantes. Cuestiona el samaa, la raqs y hasta el ribat (que vienen a ser cánticos, danza y vida primitiva de convento). Bagdad fue el centro primordial de esta orden, en boga hasta nuestros días y que venera al iniciado como un santo de leyenda. Se extendió a Irak, Turquía, Turquestán, Siria, Etiopía, Somalia, Marruecos, India, España, Asia Central, China, los Balcanes, Grecia, Egipto, Siberia. Hoy está presente con fuerza en India, Bangladesh, Paquistán, la ex URSS, Turquía, los Balcanes, y entre los kurdos. En la India practican el dikhr cabeza abajo y entre los kurdos se clavan puñales o sables, caminan sobre brasas y tragan vidrios. En Indonesia, en Alepo y en la India se han fusionado con otras órdenes.
En nuestro idioma, La odisea de la Luz es un libro clave para
entender desde todos los ángulos posibles la esencia de un movimiento
religioso tan complejo y tan actual como el sufismo.