SABADO 4 DE NOVIEMBRE DE 2000
Ť Juan Arturo Brennan Ť
El tintero del Cervantino
Debido a una serie de casualidades logísticas y cronológicas, este año me tocó en suerte una mejor programación cervantina en la ciudad de México que en Guanajuato. De lo que se me quedó en el tintero, rescato tres espectáculos que fueron, cada uno en sus propios términos, experiencias escénico-musicales altamente ilustrativas.
La Sala Nezahualcóyotl atestiguó el estreno en México de la ópera San Ignacio, cuya autoría colectiva se debe a Domenico Zipoli, Martin Schmidt y anónimos autores bolivianos del siglo XVIII. Esta, quizá la obra más representativa de la creación musical en las misiones jesuíticas de Moxos y Chiquitos, es una sencilla pero conmovedora aproximación a los dilemas teológicos y personales que sufre San Ignacio. La representación estuvo a cargo del Ensamble Elyma, dirigido por Gabriel Garrido, un grupo que se ha especializado en la exploración de los repertorios coloniales latinoamericanos. Si se considera el hecho de que el escenario de la Nezahualcóyotl es poco idóneo para representaciones teatrales, habrá que decir que la parte escénica de la ópera San Ignacio fue adecuadamente resuelta, de manera esquemática y sencilla pero efectiva dadas las limitaciones.
Musicalmente, la ópera está escrita en un lenguaje claro y directo, con algunos momentos un poco más complejos apuntalados en ciertas prácticas de ornamentación barroca. La instrumentación individualizada, la práctica interpretativa estilísticamente adecuada, las voces claras y abiertas, y algunos detalles muy llamativos de vestuario, contribuyeron a redondear una muy buena representación de San Ignacio, a lo largo de la cual se hizo evidente la enorme inversión de tiempo y trabajo que Gabriel Garrido y sus músicos y cantantes han realizado en la investigación y el estudio de las partituras latinoamericanas del siglo XVIII. El buen sabor de ojos y oídos que dejó esta representación me movió de inmediato a una pregunta crítico-retórica: Ƒhace cuánto que la Opera de Bellas Artes no programa una ópera barroca en sus temporadas normales? Ahí queda para la especulación.
En un ámbito musical similar en lo que se refiere a la práctica auténtica de la música barroca, el grupo belga La Petite Bande se presentó en Bellas Artes bajo la dirección del estupendo violinista Sigiswald Kuijken con dos programas dedicados a la música de Juan Sebastián Bach. El primero de ellos estuvo cubierto por la gran Misa en si menor, cumbre inobjetable de la música sacra, que recibió una soberbia interpretación por parte de Kuijken y su pequeña banda. En este caso, lo grandioso de la versión estuvo cimentado en la economía de medios y la transparencia de las texturas. Un octeto de cantantes y una veintena de músicos, en lugar de las hipertróficas interpretaciones decimonónicas a cargo de un centenar de ejecutantes, fueron más que suficientes para decantar y exhibir las numerosas riquezas formales y contrapuntísticas de la Misa en si menor.
En particular, los diversos ensambles vocales resultaron de una riqueza sorprendente, gracias a las cualidades individuales de los cantantes y a su refinado trabajo de conjunto. Me llamó especialmente la atención el hecho de que esta versión de la Misa en si menor de Bach fue escuchada por el público con un respeto y recogimiento casi místicos, lo cual es una buena prueba de la altísima calidad de la ejecución en todos sus niveles, a pesar de los momentos imperfectos de las trompetas naturales en espiral, de entrañable sonido y afinación casi imposible.
Al día siguiente, Kuijken y compañía interpretaron tres conciertos instrumentales de Bach (incluyendo dos de los Conciertos de Brandenburgo) y la Segunda suite, con un grupo todavía más reducido y con resultados igualmente admirables. Mención especial para el clavecinista Ewald Demeyere y el flautista Frank Theuns, quienes exhibieron técnica y musicalidad a partes iguales.
Finalmente, menciono el fascinante trabajo realizado por el Ensamble Metropolis Projekt en sus sesiones de musicalización en vivo de Los nibelungos y La venganza de Krimilda, dos grandes películas mudas de Fritz Lang. En la segunda de estas cintas, que fue la que tuve oportunidad de ver y oír, el grupo hizo una propuesta de gran alcance estético y conceptual en la que, con elementos mínimos, se logró una amplia paleta sonora. Dos virtudes fundamentales de este trabajo: el inteligente balance entre los trozos musicales abstractos y los descriptivos, y la inteligente e inquietante inclusión de la voz humana, dedicada fundamentalmente a ser la componente sonora de Krimilda. A esto hay que añadir una gran sensibilidad para la improvisación controlada y los esporádicos (y por ello efectivos) toques de humor sonoro, que redondearon una visión musical fantástica de estos dos clásicos indispensables del cine silente.