VIERNES 3 DE NOVIEMBRE DE 2000

 


Ť Gilberto López y Rivas Ť

La política contrainsurgente de Ernesto Zedillo

Recientemente, en la sección Agenda de nuestro diario se informaba sobre el decreto expropiatorio, firmado por el Presidente de la República, de tres hectáreas y media de uso común ubicadas en el ejido Amador Hernández, municipio de Ocosingo, Chiapas, y publicado el 18 de octubre en el Diario Oficial de la Federación. Según ese decreto, la expropiación se hace a solicitud de la Secretaría de la Defensa Nacional y por "causa de utilidad pública", y el terreno será destinado "a la construcción de instalaciones militares para el adiestramiento de destacamentos del Ejército y Fuerza Aérea mexicanos y al desarrollo de actividades castrenses en general", debiéndose pagar a los ejidatarios la cantidad de 28 mil 124 pesos.

El decreto constituye no sólo un despojo y un robo contra indígenas protegidos por el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo y el artículo Cuarto de la Constitución. No se trata únicamente de un acto de fuerza y prepotencia solicitado por un Ejército surgido de una revolución agraria que estableció la posesión ejidal, que ahora se violenta desde los más altos poderes del Estado; y no sólo es una crasa violación al espíritu y la letra de la Ley para el Diálogo, la Conciliación y la Paz Digna en Chiapas y un impedimento más para el restablecimiento del diálogo en esa entidad, sino que legaliza la contrainsurgencia y la militarización, justifica la ocupación castrense como forma de relación entre el Estado y los pueblos indígenas y legitima la neocolonización de la selva Lacandona por parte de las fuerzas armadas como una estrategia para romper las redes socioétnicas de los pueblos.

Para quienes hemos estado en varias ocasiones en el ejido de Amador Hernández como miembros de la Cocopa de la 57 Legislatura, y para quienes han conocido directamente o a través de los medios de comunicación la resistencia de este indomable pueblo, cuyos terrenos de sembradío fueron ocupados por el Ejército desde el 8 de agosto de 1999, con el pretexto de que protegerían la maquinaria y a los trabajadores de una empresa que construiría una carretera, el decreto no puede dejar de ser interpretado como una venganza, un castigo hacia los pobladores por haber mantenido permanentemente su protesta y su dignidad frente a la ocupación militar.

Muchas horas escuchamos las voces de la comunidad que narraban los impactos negativos y dramáticos de la presencia de los militares en los terrenos expropiados. Caminamos con sus habitantes por la vereda de un kilómetro que lleva hacia el terreno cercado por alambres de púas en los que se encuentran las tropas armadas hasta los dientes y los policías militares, que nos recibían con escudos, cascos y demás implementos para sofocar multitudes, a pesar de que las únicas armas que portaban los manifestantes eran las agudas consignas e incluso los fraternos reproches a los soldados de línea por ser pobres y jodidos y, sin embargo, estar del otro lado de la alambrada. En particular, fue impactante conocer, en abril pasado, el testimonio de las mujeres de la comunidad de Amador que detallaban, en emotivos discursos, los agravios causados por la usurpación de las tierras y las incursiones diarias de los militares.

Cuántas veces no llegaron durante estos meses comisiones de derechos humanos nacionales y extranjeras a constatar las quejas fundadas de los pobladores de Amador Hernández, que en el ámbito internacional se transformaron en el símbolo de la defensa de los derechos de los pueblos indios.

Si Vicente Fox pretende crear las condiciones para iniciar un diálogo entre su gobierno y los mayas zapatistas, tendrá que revertir esta injusta decisión de su antecesor de usurpar las tierras de los pueblos indios para construir cuarteles en lugar de escuelas y hospitales. Si no lo hace, se habrá consumado también en el terreno de la contrainsurgencia una política de continuidad con el régimen priísta.

Si la nueva Cocopa y el Congreso de la Unión en general quieren iniciar sus trabajos en un clima de credibilidad entre la población, pero particularmente entre los pueblos indios, deben regresar a sus legítimos propietarios las tres y media hectáreas de ese vergonzoso decreto de Ernesto Zedillo. No dejemos que se consume la ignominia.