LUNES 30 DE OCTUBRE DE 2000

 


Ť Hermann Bellinghausen Ť

Pantera en la zariba

(Africa Central. Mediados de los años sesenta)

Desde que se retiró, el coronel Marius Gidot camina mucho. Su trabajo de una vida en el ejército colonial francés lo dejó atrapado en una ciudad al sur del Magreb, y allí lo alcanzaron las revueltas de los años cincuenta. Lo natural era que, como el resto de los civiles, Gidot y su mujer retornaran, por fin, a París. Pero él ya no soportaría vivir en Francia. Ha dejado de visitarla.

Mathilde, su razonable, eficaz y, a su modo, cariñosa compañera en las guerras y las paces, comparte con él su hartazgo por la violencia colonial. Los años en el servicio no apagaron el talante humanista del coronel, antes bien se lo afinaron, y ahora que es viejo se dedica a leer, pensar y sostener una interesante conversación, rigurosamente al día.

Cuando Franz Fanon dio a conocer los avances de lo que sería Los condenados de la Tierra, fue uno de los primeros lectores en darle la razón, y así se lo hizo saber personalmente, para gran sorpresa de Fanon, que no esperaba esa reacción de un oficial del ejército colonial, un patriota, héroe de la Segunda Guerra por un olvidado episodio en el desierto. Pronto se hicieron amigos por correspondencia, a pesar de sus irreductibles desacuerdos respecto a Sartre y el general De Gaulle.

Cuando empezaron las guerras y las independencias, el coronel y Mathilde emigraron más al sur, abandonaron sus relaciones francesas y hoy tienen una pequeña granja en donde hubo una gran finca cauchera antes de ser partida en decenas de lotes privados, aldeas y eriales agrestes y sin dueño.

Ultimamente camina considerables distancias. "El doctor te dijo que caminaras, Marius, pero no tanto", dijo Mathilde hace tres noches, cuando regresó a las tantas, exhausto y sediento. Venía inusualmente impresionado. En su paseo había encontrado una partida de cazadores afar, armados sólo de lanzas y flechas, "casi prehistóricos", resumió, escaso de aliento.

Lo que no dijo fue que estos hombres le hablaron de su tribal asentamiento, y lo invitaron. "En tres mañanas venimos por ti aquí mismo", le dieron a entender con señas y un entrecortado balbuceo en francés. Cuando retornaran de su partida venatoria, creyó entender. Eso prometía más que una simple caminata. A Mathilde, que lo conoce como a sí misma, lo que refería de los cazadores le pareció insuficiente para explicar tanto azoro, ni que fuera para tanto. Digo, tras 33 años en el continente, qué no ha visto este par.

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Gidot amaneció hoy, la mañana acordada, más puesto que un calcetín. Medio despertó a Mathilde con un beso. Ella musitó "te cuidas, cherie" sin abrir los ojos, viró el cuerpo y hundió la cara en la almohada, susurrando: "No camines mucho".

Ahora ha caminado diez horas, guiado por sus nuevas amistades, tratando se igualar su marcha. Son los afar quienes se emparejan a la parsimonia del coronel, como sea vigorosa en un hombre de tanta edad. Conforme avanzaron, la verde espesura se desnudó en zarzales y arbolitos flacos, duros como un clavo.

Ahora distingue una columna de humo sobre los matorrales de la aridez brutal. Cae en la cuenta del atardecer. "No regresaré hoy", lamenta la previsible preocupación de Mathilde. Los cazadores y su huésped se internan en el asentamiento afar; no amerita aún llamarse aldea. Ya en el terregal, se descubre entre zaribas, las casas más elementales e hirsutas que jamás conociera, un amontonamiento de ramas espinosas que traman la inmemorial cúpula de sarmientos y púas para protegerse de las hienas, los felinos, las jaurías, incluso de víboras, águilas y gallinazos, pero no de la lluvia. Aquí no llueve, observa Gidot.

Ahora encuentra lo que menos esperaba: la pantera de su destino. Desde el umbral de una zariba lo contemplan fijamente unos ojos negros, en media luna bajo párpados de sombra. La mujer lo deslumbra con su fijeza. La brillante oscuridad del rostro está enmarcada en un transparente tul negro que cae sobre los hombros desnudos pero no alcanza a cubrir sus soberbios pechos de pezones furibundos. A partir de la cintura le cae una falda estampada en flores flamígeras sobre un fondo turquesa. Parece muchacha pero es una vieja. La que llaman Mujer Sin Edad. Suele haber una en cada aldea, y es temida por respeto a sus poderes. Las Mujeres Sin Edad nunca son vírgenes, pero viven sin varón y sin hijos. En fin, qué sabe de eso el buen Gidot, que no nunca se inclinó por la etnología.

La mujer en el umbral de la zariba lo acaba de hechizar. El olvida quién es, olvida su cansancio. Se dirige a ella. Tropieza con un hato de leña seca, no pierde el equilibrio. Desde el montículo donde esparcen los animales muertos por sus armas, los cazadores observan la escena, complacidos. Beben agua en cantidades, entre expresiones dirigidas al coronel, que no se entera.

Alcanza el sitio de la mujer. Ella, sin pestañear ni quitarle la vista, sonríe una dentadura infinita, ingresa en la zariba y hace con la mano la señal de que la siga. El coronel debe agacharse para eludir las agujas que erizan la estructura entera, la constituyen. "Un iglú de espinas", piensa Gidot, que sólo ha visto el Polo Norte en los atlas y las revistas. Absurdamente, repara en la lisura y la negra limpieza de la piel de la mujer, y encuentra inexplicable el contraste con las erizadas paredes. Penetra la zariba. Una espina alcanza a tocarle la sien izquierda que le sangra como a un Cristo sin que se dé cuenta. Para Gidot, el dolor ya no existe.