La Jornada Semanal, 29 de septiembre del 2000   
 
 
Enrique López Aguilar
 
UN TRIÁNGULO DE LOS SENTIDOS (I)
 
A Marta, en su cumpleaños.

 
Las actividades humanas no podrían entenderse si no se incorporara a ellas las cualidades de imaginación, transgresión y fantasía, mismas que le han permitido pasar de la comida de subsistencia a la gastronomía (erótica y culinaria se vincularían en la medida en que ambos pueden ser un ágape de dos y, bajo dicha perspectiva, ambas se relacionan con la práctica del misticismo), y de la imitación de la realidad al arte: erotismo y culinaria son parte de las actividades y refinamientos culturales de un homo que ha ido agregando a sus apellidos las connotaciones de sapiens, faber, ludens y eroticus, actividades que permiten regresar de la Cultura a la Natura y de lo cocido a lo crudo, pues, en el caso del erotismo, se trata de un proceso de producción cultural que, emanado del cuerpo y sus impulsos, los reinventa y reelabora en otro nivel para, finalmente, regresar al cuerpo y traducirlos en una forma distinta a la que le dio origen: mejora y perfecciona el instinto originario y agrega cosas que no existirían sin la intervención cultural del ser humano, pues, de hecho, en un primer momento, el erotismo no busca tanto la reproducción de la especie como el acendramiento y la dilatación del placer y del encuentro.

Invocar a la imaginación en este contexto no deja de ser una manera de pedirle a Platón que comparezca ante el tema con sus juicios sobre la preponderancia de la esencia sobre la apariencia, de la superioridad de la idea sobre la representación y del triunfo del espíritu sobre la carne, los cuales han permeado poderosamente la cultura occidental a través de sus Diálogos y del cristianismo; dicho de otra manera: si imaginar es "representar, retratar, crear imágenes", lo cual fue condenado por el filósofo griego a través de su obra, no deja de ser sugerente la idea de que el erotismo sea, finalmente, un creador de formas siempre cambiantes cuyo contenido es el magma de la libido, del impulso sexual y del deseo. Eso le ha bastado para ser condenable, pues la forma no es sino un regodeo del cuerpo y del mundo, universos en los que el Diablo se enseñorea por ser, antonomásicamente, el productor de apariencias.

El arte ha logrado quedar a salvo de las sospechas sociales, así sea por el carácter de adorno y estatus que ciertos grupos le otorgan, cosa que no ha ocurrido con el erotismo y la culinaria, actividades que siguen siendo vistas como procacidades donde se alienta el predominio de los sentidos sobre la razón y el espíritu. Habría que pensar hasta qué punto la sofisticación alcanzada por las tres creatividades mencionadas no ha sido el verdadero motivo de que filosofías, ciencias y prejuicios ideológicos hayan querido confinarlas en los apartados del pecado, la insignificancia y la indecencia, pretendiendo negar la relevancia del cuerpo y sus sentidos ante la supuesta superioridad de la inteligencia y del conocimiento racionalista–espiritual del ser humano. Aplastados así cuerpo y sentidos, todo aquello que parezca refrendar la relevancia del conocimiento estético, gastronómico y erótico parece quedar en el umbral de la sospecha.

La imaginación no está demasiado alejada de los universos por los que avanza la culinaria, pues convertir el momento de la comida en un tiempo apartado donde se degustan sabores y olores, texturas y consistencias, así como en una ceremonia propicia para el arte de la conversación y la convivencia, implica que se activen muchos instrumentos humanos: memoria olfativa y gustativa y, sobre todo, la capacidad alquímica de combinar y trasmutar unas cosas en otras. Un primer vínculo entre el ágape erótico y el culinario se encuentra en ese deleite proporcionado por los actos de mirar, tocar, palpar y paladear; es cierto que los olores y sabores del lecho serían relativamente insoportables si se les encontrara servidos en la mesa y que los procedimientos de la cocina serían totalmente bárbaros si se ejercitaran en la cama, pero la esencia de ambas actividades se acompañan bien en el imaginario humano, así sea de manera sucesiva y complementaria (la ortodoxia las ha confinado en el sótano de los pecados capitales bajo los rubros simplificados de "lujuria" y "gula", y les ha opuesto las abstracciones de la castidad y la templanza).

El erotismo es una creación cuya actividad tiene como desenlace al otro (en última instancia, a la pareja de protagonistas); y la de la culinaria, a los comensales con quienes se comparte la creación gastronómica; en ambos casos, el resultado puede nacer de una inspiración personal, pero el fruto es social, no importa que involucre a dos o más participantes. Resulta sugestivo entender el significado de ese salto ocurrido durante la Edad Media, cuando del hecho de comer sin refinamientos se pasó a la invención del banquete, en el siglo XXII: la banca alargada (es decir, la banqueta de madera, el "banquete"), que permitía la presencia de muchos comensales alrededor de la mesa, no sólo derivó en una mayor sofisticación de los modales para comer, sino en el cultivo de formas sociales que exigieron el uso de la palabra cortés y, a la larga, la invención de instrumentos que, yendo más lejos que la brutalidad utilitaria del cuchillo, estilizaron las formas y los usos de la mano: los dedos del tenedor (la forchetta italiana, inventada en el siglo xv) y el cuenco de la cuchara. ¿Por qué se refinaron los instrumentos para comer? ¿No habrá sido porque la preparación de la comida devino en formas tan "extravagantes" que el mero uso de la mano comenzó a suponer el desgobernamiento del paisaje ofrecido en el plato?
 
 
 
 


 
 
 La baronesa rampante

En El barón rampante, la hermosa novela de Italo Calvino, el 15 de junio de 1767 Cósimo Piovasco di Rondó, un niño sensible y apasionado, sube a un árbol para no bajar jamás, después de rechazar un plato de caracoles guisados. Dotado de un finísimo sentido de la justicia, Cósimo es capaz de rebelarse contra la autoridad paterna –cuando accidentalmente rompe la estatua de Cacciaguera Piovasco, un ancestro que había hecho la Cruzada, le echan la culpa y este es el primer capítulo de la insurrección– para defenderse a sí mismo y a quienes él juzga vulnerables. En este caso los necesitados eran los caracoles, que la hermana del barón cocinaba con sádica destreza. Cósimo rechaza el platillo, su padre se enfurece; el niño sube al acebo que preside el jardín para huir del mundo injusto y detestable y jura no bajar nunca. El protagonista de esta fábula cumple su palabra. No vuelve a caminar por la tierra.

En una aventura que tiene un principio parecido, el 10 de diciembre de 1997, Julia Hill, la hija de un pastor evangelista nacida en Missouri, subió a la secoya gigante llamada Luna, ubicada en el bosque Headwaters, en Humboldt County en California, cerca de la costa del Pacífico. Se quedó en la copa del árbol dos años, al final de los cuales su salud quedó severamente dañada. Al principio, no planeaba quedarse a vivir allí. Formaba parte de un grupo de manifestantes que deseaban proteger la secoya y parte del bosque de la tala inmoderada. La destrucción de las áreas verdes de Humboldt County había provocado una avalancha de lodo que destruyó siete casas del pueblo de Strafford, en enero de ese mismo año, y a pesar de que los habitantes demandaron a la compañía, la tala siguió.

Luna, la secoya de mil años de edad y en perfecto estado de salud, está en una porción de bosque que constituye un pobre tres por ciento de lo que fue un área de dos millones de acres, propiedad de la Pacific Lumber Company. Ninguna manifestación en contra de esta compañía maderera había tenido resultados; en primer lugar porque la compañía es dueña de los bosques y legalmente puede hacer con ellos lo que quiera. La Pacific Lumber Company no es una empresa que se caracterice por su paciencia; en una manifestación del grupo Earth First!, un joven de veinticuatro años, David Gypsy Chain, murió cuando un talador de la compañía, molesto porque los activistas no lo dejaban trabajar en paz, derribó un árbol en su dirección. Una rama fracturó el cráneo de Gypsy Chain, y a pesar de que existe un video que muestra al talador amenazando a los manifestantes, la compañía pudo evadir los cargos. Así que cuando Julia Hill subió a Luna, sabía que lo que estaba haciendo no era un juego, aunque tampoco sabía que se iba a quedar arriba dos años.

Habrá quien piense que una acción como ésta es pueril; una niñería destinada a llamar la atención. Pero para Julia Hill y sus compañeros (un plantón de esta naturaleza requiere de un equipo de varias personas dispuestas a que sus vidas giren alrededor de lo que sucede con quien está en el árbol) era el último recurso. Los otros plantones, la muerte de Gypsy Chain, las cartas, los artículos, habían sido inútiles. Por supuesto que Julia Hill quería llamar la atención; si algo convenció a la Pacific Lumber Company de no seguir utilizando helicópteros, tiros al aire y leñadores amenazantes para disuadir a Julia, fueron las celebridades –Joan Baez, Woody Harrelson, Bonnie Raitt– que de cuando en cuando se atrevían a subir sesenta metros de altura para pasar la noche en una plataforma de tres metros de ancho por cuatro de largo.

Decir que sus condiciones de vida eran monásticas es una lítote; sin baño ni forma de calentarse en las tormentas que provocó El Niño en invierno de 1997, comiendo de latas que su equipo hacía subir con poleas, y con ardillas y búhos por toda compañía, las piernas de Julia se debilitaron hasta casi no poder sostenerla. Después de dos años en los que su vida corrió peligro y su salud se arruinó, la Pacific Lumber Company finalmente vendió el terreno en el que está Luna a Julia Hill y sus seguidores por cincuenta mil dólares, mismos que fueron recaudados por Earth First! Es un triunfo extraño: si Julia desea visitar el terreno, debe avisar a las autoridades con veinticuatro horas de antelación. El terreno ha sido donado a la Universidad de Humboldt y la Pacific Lumber prometió dar el dinero a dicha universidad para un programa de investigación forestal.

A quien sonría sardónicamente pensando que es una cursilada arriesgar la vida por un árbol, le recuerdo que la deforestación es uno de los factores que intervienen en el cambio climático que estamos viviendo, y que no sólo afecta a los ecopacifistas o a las señoras nerviosas. Nos afecta a todos.
 
  

     
 

Luis Tovar
    La actuada (II)

    Entre las razones que suelen tomarse en cuenta para elegir la película que ha de verse, digamos, un sábado por la tarde, una de las más poderosas es el elenco que la conforma. No deja de pensarse en el tema, algunos consideran al director de la cinta, pero, en general, el grueso del público que se apersona en la taquilla acostumbra preguntarse: "¿Y quién sale en ésta?" Esa pregunta, aparentemente tan superficial, resume un largo y complejo proceso que del lado del espectador y de los medios de comunicación dedicados a la industria del espectáculo es conocido bajo el término "fama", y que del lado de productores, realizadores, ejecutantes y críticos del cine suele denominarse como star system.

    Nacido en Hollywood hace ya casi siete décadas, el star system fue la piedra de toque para que la industria cinematográfica estadunidense descollara sobre todas las demás. Los apellidos Garbo, Wayne, Flynn, Monroe, Lollobrigida, Hudson, Bogart, Mansfield, Dieterich, Hepburn, entre muchos otros, remiten inmediatamente a una, dos o más películas fundamentales para lo que Hugo Gutiérrez Vega llama muy bien "nuestra educación sentimental". En tiempos recientes, si a uno le gusta el cine, por fuerza conoce a Pitt, Renfro, Cage, Banderas, Dillon, DiCaprio, Damon, Ryder, Streep, Moore, Diaz, Close, Pfeiffer, Paltrow, y un larguísimo etcétera.

    Ese huevo puso una gallina

    Hay quienes opinan que primero fue el huevo y hay otros para quienes fue la gallina; es decir, por un lado están quienes piensan que el llamado cine comercial (con sus temas y tramas convencionales y previsibles, su duración bien medida para no aburrir, sus protagonistas edificantes y sus finales inevitablemente felices, con el timing preciso para saber en qué momento toca sentir tristeza, alegría, sorpresa, indignación, etcétera) creó a las "estrellas" de la pantalla grande porque eran –y siguen siendo– el mejor vehículo para vender exitosamente una película que, en lo fundamental, es lo mismo que muchas de sus predecesoras. Por otro lado hay quien sostiene que la cosa es al revés: los actores que componen el star system son el producto a vender y las películas comerciales son el vehículo, la envoltura, digamos, para que el público se sienta atraído. De ahí surge, por supuesto, la bonanza de los medios de comunicación que se hacen eco hasta de cosas tan triviales como si a fulano le gusta o no el sushi, siempre y cuando el fulano en cuestión sea "un famoso".

    El star system garantiza que millones de personas en el mundo verán la nueva envoltura de ese producto llamado Julia Roberts, no importa si en ella interpreta a una prostituta (Mujer bonita), a una esposa golpeada por el marido (Durmiendo con el enemigo) o a una empleada de oficina con más olfato detectivesco que Philip Marlowe (Erin Brockovich, una mujer audaz). En tanto imán de taquilla, Roberts ha podido hacer hasta de Campanita (Hook, el regreso del Capitán Garfio), y en cada caso la empresa productora sabe que recuperará su inversión, pues de eso se trata. Cuando la estrella comience a periclitar, ya habrá otra que la reemplace (ahí están Gretchen Mol, Leelee Sobieski, Angelina Jolie y muchas más para tomar la estafeta).

    La llamada época de oro del cine mexicano existió en buena medida gracias al establecimiento de un star system local, que se apoyó en actores conocidos por todos: Pedro Infante, María Félix, Pedro Armendáriz, los Soler, Jorge Negrete, Marga López, Tin Tan, Lilia Prado, Columba Domínguez y un etcétera no tan largo como el estadunidense. El sistema funcionó hasta que Hollywood decidió volver por los fueros que había dejado en otras manos mientras pasaba la resaca de la segunda guerra mundial. "La Meca del cine" nunca desapareció, pero su merma le permitió al cine de caballitos (Rafael Aviña dixit) volverse muy popular incluso en América Latina.

    La menguada caballada

    Ese boom, que hoy nos permite hablar de una industria que fue –y que nos obliga siempre a tomarla como unidad de medida para cotejar el tamaño actual y futuro de nuestra cinematografía–, dio paso a unas vacas que son flacas desde hace un buen rato: desde los años setenta, la producción no ha hecho más que bajar e incluso tratar de alejarse del punto cero. Por lo que hace al tema de estas líneas, el star system, como tal, sencillamente no existe. Ninguna película se concibe, prepara y filma en México para alimentar el estrellato de ningún actor o actriz; éstos le significan muy poco a la prensa impresa y electrónica si se trata de hacer trivia; no tenemos nada que se parezca, ni de lejos, al glamour cinematográfico, ni sus protagonistas tienen ningún aura inmarcesible y tampoco se comportan como seres de otro mundo: usted se los puede encontrar en el súper o en la consulta del ortopedista.

    No creo que sea simple malinchismo, pero la actitud habitual en este asunto es ver mal en México lo que no se le critica a otros países, sobre todo a Estados Unidos. Es como si se aceptara tácitamente que el cine gringo es así (mayoritariamente banal, dependiente de la exhibición reiterada de rostros y cuerpos más que de anécdotas e ideas), y se rechazara que el mexicano sea hoy como ha conseguido ser luego de tantas y tan duras crisis.

    Es verdad que la caballada no es numerosa, pero créame usted que lo sería aún menos si no hubiera un puñado de actores cuya fe en nuestro cine es, en buena medida, lo que ha impedido su desaparición. Y esos actores son, lo adivinó, los Bichir, Rojo, Alcázar, Giménez Cacho, Aragón, Gómez Cruz, Tovar, Guerra, Ramírez, Estrella, Palomo, Scanda, Bonilla, Sosa, Heredia, Ojeda, Suárez, Ruiz, Spíndola, Egurrola, Luján... todos los que le hacen exclamar "siempre son los mismos", esa frase que suele olvidar algo obvio pero no por eso menos importante: que ya se trate de cine de autor o de cine comercial, los actores suelen ser siempre los mismos en México o en cualquier parte del mundo. (Continuará.)
     

     

    El macehual Gregorio Samsa

    Hemos hablado un poquito de cine y de arte en relación con la cultura precortesiana, hablemos ahora de literatura. Examinemos el hiato desde ese costado. Hablemos de animales. Aristóteles asienta: "Todos los animales tienen cerebro, menos, quizá, el pulpo." La idea es extraña, pero no desconcertante, es tan sólo un error científico, pobre pulpo. Platón, en cambio, sostuvo la muy extraña tesis de que los animales son humanos reencarnados. Invirtió, pues, a Darwin: los animales son los que descienden del humano, no éste de los animales. La testa alargada del zorro, explica Sorabji, obedece al acomodo de los movimientos del alma racional humana ahí reencarnada. Esta idea sí es desconcertante, esto no es ciencia, es otra cosa. Pero, por rara que sea, no hay hiato en ella: la idea de reencarnación nos es familiar, tanto en su versión indostánica, como en la cristiana.

    No ocurre lo mismo, al parecer, con el concepto precortesiano e indígena de nahual. Esto es, la idea de que cada persona mantiene, desde su nacimiento, una relación esencial, constitutiva, difícil de precisar, pero de carácter espiritual, con un alter ego o "doble" animal, de tal suerte que los destinos y capacidades de los dos seres están unidos indisolublemente. Esta creencia es más ardua de vivenciar que la de Platón, nos queda al parecer más lejos. Pero la literatura, como veremos, en este caso puede cerrar limpiamente el hiato cultural.

    En relación con el nahual tenemos, en primer lugar, en literatura, el tema tradicional del Doble o, como se suele decir, Doppelganger, que atraviesa las letras occidentales, de la Grecia clásica a nuestros días. Aunque en todos los casos de desarrollo de este tema el doble de un humano X es siempre otro humano. E idéntico, pero, de ahí el asombro, otro. Y no un animal.

    Con excepción, tal vez, de un caso. El del dulce y manso maestro Franz Kafka. Porque se me ocurre que el célebre relato La metamorfosis puede entenderse como una versión, occidental y moderna, del nahualismo. El nahual del desdichado macehual Gregorio Samsa es el insecto: su esencia, su alma, sus poderes y destino están capturadas en el febril discurrir de las ocho patas del monstruoso animal que recorre techo, suelo y paredes de la habitación familiar.

    Podríamos tocar ligeramente el texto kafkiano y que dijera, no "una mañana después de un sueño agitado Gregorio Samsa se encontró convertido en un monstruoso insecto", sino "una noche durante un sueño agitado, Gregorio Samsa se encontró convertido en un monstruoso insecto". O sea, no "después", que hace fatal la transfiguración, sino "durante" porque leí en López Austin testimonios de que la transformación en nahual operaba, con frecuencia, durante el sueño. Y reparemos en que Kafka habla de "sueño agitado" y Kafka es siempre muy preciso, así que si lo dice, es por algo. Esto es, algo inexplicable le sucedió al desdichado Samsa mientras dormía.

    Aquí tenemos un ejemplo, tal vez discutible, de cómo desarrollar literariamente un tema, una creencia, de la cosmovisión precortesiana. Prueba que no es imposible. Aunque no hay que ceñir demasiado la interpretación. Hasta donde sé, el nahualismo era un poder, una capacidad, y podía dar poder, pero en Kafka no es poder o capacidad, sino condena. Ahora que, bien visto, no hay tanta distancia entre poder y condena. Interrogado Tiberio acerca de qué era ser emperador de Roma, respondió: "Ser emperador es como tener un lobo agarrado de las orejas." Y sí, fácil o descansada no suele ser nunca ninguna forma de poder.

    Pero más que el expresionismo kafkiano fue, de todos los movimientos literarios del siglo xx, el surrealismo el que mejor se adaptaba a tratar los temas de la cosmovisión precortesiana. El surrealismo con sus tanteos y exploraciones, éticas, artísticas, literarias, en lo inexplicable. Muchas creencias prehispánicas le venían como guante. No ha sucedido, pero todavía hay tiempo de hacer algo en ese sentido. Con lo que digo que la cultura prehispánica es, a veces, surrealismo larvado o protosurrealismo espontáneo.