La Jornada Semanal, 29 de octubre del 2000  
 
Angélica    Abelleyra
mujeres insumisas
 
Jesusa Rodríguez: la vida desde una higuera
 
 
A la insumisa Je-Jesusa Rodríguez, amiga y admirada colaboradora de este suplemento, la ponían de chiste en las fiestas familiares. Ese fue, para nuestra fortuna, el signo de su vida y de su creación. Gracias al hallazgo familiar, Jesusa ha logrado renovar (Julio Castillo le inspiró muchas aventuras teatrales) la escena en nuestro país. Su actitud crítica e insobornable, su talento interpretativo y su sentido de la puesta en escena han mejorado la inteligencia de nuestra sociedad y debilitado nuestra tradicional y boba reverencia.
 
 

Mi pasión por el teatro comenzó muy en la infancia, por un instinto natural de niña, en la cama, de representar cuentos para niños. Dos cosas me ocurrían: memorizaba los textos que leía y recitaba de principio a fin los cómics que tenía enfrente. A los cuatro años me sabía completitas las historietas con todo y onomatopeyas: ¡Chin! ¡Zas! ¡Cataplum! así que me ponían de chiste en las fiestas. Además, ya en la recámara, con mis hermanas Gabriela y Marcela hacíamos representaciones teatrales. Era algo aliado a mi naturaleza.

En mi casa, mi madre era una mujer muy artista y mi padre fue pionero en la cirugía de tórax en los años cuarenta. Era muy reservado pero una vez me dijo que en el fondo había querido ser actor. El teatro era su pasión secreta y nunca supo que yo me volcaría a esa pasión. La vida en familia era extraña: ocho hermanos; yo, la menor, y todos con carreras diferentes. Yo era la tímida, la introvertida. Me dijeron que era “autista” y tal vez yo entendí “artista”. Por eso estoy aquí. Era solitaria. Pasé muchos años de mi vida arriba de una higuera. ¿Qué hacía? No tengo ni la más remota idea pero recuerdo mucho mi soledad de niña. En mis primeros siete años de vida, si alguien me hablaba yo enrojecía y callaba. Me daban miedo los adultos y creo que ahora me dan muchísimo más miedo.

En la adolescencia empezamos a jugar más en serio. Poníamos películas en broma, yo dirigía a mis primos y amigos, hacía las luces y la escenografía. Hacíamos obras extraordinariamente absurdas que veían nuestros papás y tíos, a quienes les cobrábamos a cincuenta centavos la entrada. Fue cuando empecé a detestar el colegio de monjas en el que había crecido por nueve años. Me rebelé ante el abuso y la humillación. Como uno de los peores días de mi vida recuerdo aquél en que llegué a la escuela con una calceta de un tono café y la otra con otro tono café. Y es que era como un animal, no me peinaba, no tenía nada que ver con el mundo. ¡Vivía en un árbol! Entonces, para castigarme, la monja me dejó en la puerta, parada, todo el día. No puedo soportar el recuerdo de esa humillación gratuita a los ocho años. Tiempo después dejé de ser la niña de puros dieses de calificación. Saliendo de la secundaria dejé la escuela. No quise volver y me puse a estudiar pintura e italiano por un año. Más tarde entré a una prepa laica, mala pero diferente a la católica, y me clavé en el estudio de la arqueología.

Pero con todo lo que hacíamos en casa ya me había picado el gusano del teatro. Me metí a estudiar pintura en San Carlos para dedicarme al diseño gráfico y también me inscribí en el cut para aprender actuación. Me olvidé de la idea de estudiar arqueología por dos razones: le tuve miedo al trabajo solitario. Me di cuenta de que mi tendencia a la soledad era peligrosa, nada constructiva. Había cambiado, pero acepté que sola no iba a poder con nada. Pese a que ahora me arrepiento un poco porque tengo que trabajar con demasiada gente, me fascina la idea de organizar, de pensar las cosas de forma global. Siento que tengo una mente generalizadora desde siempre y sentí que el teatro me lo permitiría.

Cuando entré al cut me decepcioné del teatro a causa de la metodología. El método de enseñanza de Héctor Mendoza me parece muy violento y era el que se aplicaba en aquella época. Me dijeron que no podía seguir allí pero caí en brazos de Julio Castillo: otro planeta. Con él caí en blandito. Recuerdo que en una clase le hice un comentario y me dijo: “Tú me vas a hacer la escenografía; será tu primer escenario.” Fue Arde Pinocho y de allí en adelante me metí a hacer de todo: actuación, escenografía, producción. La tramoya me fascina; suelo decir que soy una tramoyista feliz. Me metí a manejar los reflectores, aprendí a hacer un bastidor y un vestido al tiempo de saber qué es una teoría dramática y cómo se analiza un texto. Pero como ocurre con el conocimiento, eres tan generalizadora que conoces nada del todo y muy poquito de muchas cosas.

Trabajé cinco años con Julio pero creo que no tengo el rigor de una escuela de teatro que, por cierto, en México no existe. Justo cuando tenía la oportunidad de irme con una beca a Checoslovaquia, Julio apareció en mi vida y preferí quedarme con él. No me arrepiento. ¿Qué me hace falta? Todo. Siempre que empiezo a leer un libro siento que debo volver al kinder. Me refiero a una falta de organización de pensamiento. En América Latina se comienza por hacer la revolución en el arte y después por conocer el arte. A mí me pasó eso. A los veintisiete años dirigí Macbeth, esa pequeña obra de Shakespeare… Una locura. Fue como empezar al revés, la total inconsciencia y frescura de tomar a Shakespeare. Esa es la realidad de nuestros países que, además, te da una libertad increíble. Me acuerdo mucho de aquella puesta en escena… a saber qué pasó con el resultado estético, pero fue importante enfrentarme a tal reto desde el principio. Y si bien la academia crea pavor en la gente, siento que me hace falta el rigor académico; no tanto en mi disciplina teórica o escénica sino al momento directo de construir la obra con los actores, con los escenógrafos. Me empiezo a sublevar y ya no encuentro la manera de tranquilizarme.

¿Que si creo haber aportado algo al teatro? No. Las aportaciones en todo caso son de todos los que están haciendo teatro, bien o mal. Pero la aportación no está en las formas estéticas sino –como dijo Marguerite Yourcenar– en cómo, a través del arte, logramos expandir los límites de la moral, de la conciencia, de la inteligencia. Todos los que nos dedicamos al conocimiento, en el arte o en la ciencia, no hacemos más que empujar esa rayita de mil maneras.

Hay formas en el teatro que son de resistencia. El cabaret es una de ellas. He hecho cabaret en los últimos veinte años a la vez que ópera y teatro. Y curiosamente la gente siempre me pregunta: “¿Ya no vas a hacer teatro?” Acabo de presentar Prometeo; duró cuatro funciones luego de tres años de trabajo. No se toma en cuenta. Y es que la gente se queda más con mi papel de la idiota diplomada. Y me gusta, me parece padre el papel de imbécil que puede decir lo que se le da la gana. Me gusta ser bufón porque me permite hacer el ridículo de todas las formas posibles. Bueno, tampoco me encanta ser Je-Jesusa Rodríguez de aquí a la eternidad y que la gente se ría nada más de verme en la calle. Pero tampoco me importa tanto. El trabajo del cabaret me fascina. Es el origen y la fuente del teatro y mi modus vivendi.

Para mí el teatro es una forma de vida. ¿Negocio? Tal vez sí, pero de alto riesgo no sólo económico sino ideológico, donde hay que saber administrar no sólo el dinero sino las emociones, la rabia y la indignación. El cabaret te permite darle cauce a eso aunque no es miel sobre hojuelas. En el cabaret deben ocurrir sucesos políticos, que los funcionarios, presidentes, ex presidentes y demás que vengan le den sentido al cabaret para ser un espacio de explosión. Aquí ocurren sucesos políticos que no esperábamos, que no inducimos a güevo. Un verdadero cabaret no es sólo para reírse y evadirse; en él ocurren cosas imposibles, insoportables a veces para la vida social. Y en ocasiones la confrontación es grata, cuando tengo la sartén por el mango, pero en otras puedo estar del lado del aceite.

A mediano plazo nuestra insumisa planea entrarle a la televisión, a pesar de ser un medio que la subleva porque le está ganando la batalla al teatro. También tendrá una gira en México y Estados Unidos con la puesta en escena de Las horas de Belén, Premio Obie que otorga el periódico The Village Voice en Nueva York, sobre las cárceles de mujeres del siglo xvii pero también refiriéndose a las maquiladoras contemporáneas. Para dentro de dos años prevé la escenificación de Macbeth, otra vez, además de sostener El Hábito y el Teatro la Capilla, espacio este último concebido por Salvador Novo en 1954 y que tanto ella como Liliana Felipe impulsan desde 1990 con la presentación de más de 250 espectáculos en estos diez años.

¿Otros datos para saber más sobre Jesusa Rodríguez? Nació en México en 1955. Ha ganado la Beca Guggenheim (1990) y la Beca Arts and Humanities de la Fundación Rockefeller (1994-97). Entre las obras bajo su dirección están: ¿Cómo va la noche, Macbeth? (adaptación de William Shakespeare, 1980), Donna Giovanni (adaptación a Mozart y Da Ponte, 1983), El concilio de amor (de Oskar Panizza, 1988), Yourcenar o cada quien su Marguerite (1989), Crimen (1989) y El fuego (a partir de Esquilo, Renato Leduc y José Ramón Enríquez, 2000).

Esta mujer que creció sobre una higuera, ante el futuro gobierno foxista siente “como si estuviera viendo una película de Alfred Hitchcock pero sin Hitchcock de por medio. Es decir, una película de terror pero sin inteligencia”. Le parece que el país vive “una tragedia democrática” y no es optimista. Y mientras se ubica abiertamente como fan de los “Enemigos de Fox”, hace personificaciones de Freud y Frida, de Sor Juana y Hitler, de Madonna, Pedro Infante y Mónica Lewinsky, así como de un resucitado Carlos Salinas de Gortari (con todo y boinita) que carga con recelo una Sección Amarilla para parodiar el abultado libro que el ex preciso vino a promover al país al que piensa retornar. ¿Será?