Ť Cielito lindo Ť
Ť David Martín del Campo Ť
El mítico Escuadrón 201 y el papel que este contingente mexicano ?formado por una treintena de aviadores y su personal de tierra? desempeñó en la Segunda Guerra Mundial constituyen la veta que explora David Martín del Campo en su nueva novela, Cielito lindo, que comienza su circulación en librerías. Ahora, para nuestros lectores, ofrecemos un adelanto del libro publicado con el sello Joaquín Mortiz.
El tiempo cambió de súbito. Una racha cimbraba el ventanal, ausente de cortinas, arrastrando los retazos de papel periódico. Toda mudanza implica un reencuentro con el caos.
Bárbara sonrió, a pesar de todo, y sintió el deseo de abandonar aquello. Había dejado para lo último el viejo ropero. Ahí guardaba todo tipo de reliquias: pequeñas estampas de primera comunión, frascos de perfume evaporado, un par de guantes de cabritilla que había usado una sola vez. Había sido durante la cena de gala en el Casino Militar ?en aquel septiembre de 1955? a la que asistió el mismísimo presidente de la República, Adolfo Ruiz Cortines. Y Alberto Cantú, su marido, que rumiaba a disgusto. Había tirado al basurero su escandaloso ''pie de palo" y no terminaba de acostumbrarse a esa prótesis de aluminio. Celebraban el décimo aniversario de la rendición japonesa.
Alcanzó la ventana de la estancia y desde ahí, siete pisos por encima de la ciudad, la mujer logró reconocer la llegada del mal tiempo: los nubarrones avanzaban y en las azoteas la ropa tendida ondeaba igual que mil banderas saludando el paso del viento. Las nubes eran brillantes y desbordaban el firmamento con lúbrica lasitud. Horas después, al atardecer, reventarían en un estrépito de granizo. Bárbara Torres imaginó que con ello se duplicaría el fardo de su viudez.
Las mujeres de los pilotos de aviación deben resignarse, como nadie, a los derroteros del azar. Una noche el mal tiempo detiene el vuelo de retorno en Chihuahua, otro día una falla en el sistema hidráulico impide el despegue a las 6:30, una tarde la máquina comienza a toser y por más que se manipule el cable del ahogador la nave pierde marcha y en menos de un minuto la hélice queda paralizada.
Eso había ocurrido cuando en 1949 Alberto Cantú tripulaba una avioneta del Departamento Agrario con el ingeniero Gabriel Ramos Millán, director de la Comisión Nacional del Maíz, como único pasajero. Habían despegado con cierto retraso del aeropuerto de Tampico y alcanzarían la ciudad de México a punto del crepúsculo. Pero no fue así: el motor de la Piper Comanche paró de pronto y debieron efectuar un aterrizaje forzoso en los campos agrícolas que se extendían a sus pies. Un momento en que el miedo lucha contra la disciplina de años. Y tuvieron suerte porque no lejos de ahí se alzaban los primeros macizos de la Sierra Madre.
La maniobra no resultó del todo mal. Ramos Millán salió ileso de la avioneta ?no por nada la prensa lo llamaba ''el apóstol del maíz"?, pues aquellas milpas a punto de la cosecha amortiguaron el aterrizaje del aparato que planeaba sin remedio desde el ''techo" de los nueve mil pies. El piloto Alberto Cantú, en cambio, sufrió un doble percance. Una astilla del parabrisas se le clavó en un ojo y su pie izquierdo quedó incrustado entre los pedales del timón. El auxilio llegó muy avanzada la madrugada y en el hospital de Tantoyuca no pudieron salvarle ni el ojo ni el pie. Perdió, por lo mismo, la licencia de piloto comercial y con la indemnización logró emprender un pequeño negocio de aeromodelismo: hangar 8.
La fortuna, sin embargo, no concluía sus chanzas: Ramos Millán moriría tres meses después en otro accidente aéreo en las faldas del volcán Popocatépetl, y Cantú sucumbiría también en una colisión... pero del tren subterráneo. El accidente del Metro ocurrió en octubre de 1975 y costó 37 vidas, incluida la del piloto Alberto Cantú.
De aquello había transcurrido ya cien días, el lapso que se impuso Bárbara Torres para transitar por los peores momentos de la viudez. También había decidido traspasar el pequeño apartamento, cargado con demasiados fantasmas, y atender de tiempo completo el local de hangar 8 donde réplicas a escala de los aviones Spitfire, Stuka y Lightning P-38 parecían perpetuar las batallas de una guerra que marcó ese amor a golpes de nostalgia. Ahora el servicio de la mudanza se encargaría de transportar el menaje de ese matrimonio sin hijos.
Y el mal tiempo, ahí afuera, comenzaba a colarse por la ventana abierta. Aquel ventarrón serviría, al menos, para recuperar la transparencia mítica del Valle de Anáhuac. La mujer alcanzó el ventanal, empujó el marco de aluminio, salió a la terraza y observó las frondas del Parque Hundido, ahí enfrente, agitándose en rebeldía. Se reconcilió con aquella vista panorámica muchas veces compartida con dos vasos de ron porque así, mirando esa ciudad que había adoptado como suya, Alberto se apaciguaba hasta descubrir el primer DC-10 en lo alto. Era entonces cuando musitaba, con semblante soñador: ''vuelo nocturno", porque el aparato recién había encendido sus luces de navegación.
Cuánto había sufrido ese primer año sin poder tripular avión alguno. Cojo y tuerto, luego del aterrizaje forzoso en Tantoyuca, era un espectro insomne taconeando en la madrugada. Hasta que resolvió iniciar la aventura de hangar 8, ''una aventura de vileza mercantil", como él la llamaba, y adquirir ese apartamento con vista al oriente, porque más allá, en el lecho desecado del Lago de Texcoco, quedaban las pistas del aeropuerto internacional. Y desde esa ventana y con su curioso catalejo de latón, hubo tardes en que logró contar más de veinte aproximaciones aéreas. ''El 534, de Monterrey", ''el 802, de Acapulco", musitaba entonces para sí. Y Mozart en el tocadiscos, siempre Mozart, aunque algunas tardes aprovechaban para ir al cine, tomar café y platicar nimiedades mientras disfrutaban de una tarta de manzana.
Volvió al viejo ropero y comenzó a hurgar. Había dejado eso para lo último, de manera que las prisas amortiguaran el dolor de los recuerdos. Aquellos objetos eran como golpes de la memoria que muy bien se podrían ir en el camión de la basura: bibelotes con un brazo roto, el álbum fotográfico con las compañeras de la secundaria, dos monedas antiguas de plata que guardó instintivamente en el bolsillo del mandil, la caja de Olinalá donde conservaba postales enviadas desde Nueva Orleáns, Los Angeles, Madrid, Guadalajara, Roma... ¿Y eso?
Era la Biblia de Alberto. Un regalo de su madre cuando el joven cadete dejó Torreón para inscribirse en la Escuela Militar del Aire en Zapopan. Nunca había sido demasiado religioso. Algún domingo, de vez en cuando y para matar el aburrimiento, las acompañaba a misa. Pero había tardes tristes, de lluvia y borrasca, en que decía con la mirada taciturna: ''Yo creo que Dios acaba de estirar la pata". Esa Biblia era de los pocos objetos que había llevado a la expedición en las Filipinas. Esa Biblia maltrecha y el portarretratos donde una Bárbara Torres de veintidós años le había inscrito una dedicatoria más cierta que el sol de mayo: ''Te quiero con este corazón que sabrá esperar".
Cogió el libro y lo sopesó con ternura. Sopló para librarlo del polvo y entonces advirtió que la pequeña aldaba estaba carcomida por el orín. La Biblia de Alberto había perdido sus ribetes dorados, como perdida estaba la llave que alguna vez operó la diminuta cerradura. Empujó y, sin mayor esfuerzo, el broche cedió al romperse. Abrió el libro sagrado y en vez de hallar el Pentateuco y los Evangelios, para su sorpresa Bárbara Torres encontró un grueso cuaderno disfrazado con las tapas del Viejo y el Nuevo Testamento. Al comienzo había un título y una fecha: ''Días negros a bordo del Fairisle / abril 27 de 1945".
Escritos del puño y letra de su marido, cuyas cenizas reposaban en aquella urna de cerámica a la vista, Bárbara comenzó a leer algunos pasajes sueltos. El manuscrito abarcaba poco menos de la mitad del volumen y la mujer se concentró, inocentemente, en las lectura de las primeras páginas.
Varios minutos después alzó la vista al descubrir que las lágrimas le nublaban la visión. No había vuelto a llorar desde aquella tarde, en la capilla funeraria, donde los compañeros de Alberto cubrieron el féretro con un estandarte de hilo dorado y aroma de naftalina. Se enderezó, sentada como estaba en una de las cajas de cartón que había atado con cáñamo el día anterior. Dejó por un momento la falsa Biblia. Entonces recordó que ella poseía un diario similar que le había regalado Alberto tras su apoteósico retorno en noviembre de 1945. Un cuaderno de tapas duras y que había denominado, sugerentemente, ''San Antonio blues".
Fue al teléfono depositado en el piso a media estancia. Marcó el número que tenía anotado en una tarjeta y en lo que respondían a su llamada, intentó enjugar aquellas lágrimas inoportunas.
?Soy la señora Cantú... buenos días, señorita ?saludó al escuchar la voz de la recepcionista en el otro extremo de la línea, y añadió:
?Estoy llamando para posponer el servicio de la mudanza.
No me cambiaré hoy.
Bárbara volteó hacia la terraza. El mal
tiempo se apoderaba paulatinamente de la ciudad. El vendaval como avanzada
de una previsible tormenta.
?Por eso le estoy llamando, señorita ?insistió?. Le digo que suspendan el envío del camión. Que vengan mañana, igual, a las once.
De un momento a otro llegaría Soledad, la muchacha del servicio doméstico. ¿Qué le diría a ella?
?Sí, está bien señorita. Cubriré el ''recargo de cita" que usted nombra. No hay problema. Pero que venga hasta mañana, por favor.
Nadie muere nunca del todo. La ropa que nos cubre, el pan que mordemos, el cuadro que miramos. En ellos están, de algún modo, las manos de los otros: una manera de acompañarnos, de no morir. Bárbara dedicaría el resto de la mañana a la lectura paralela, simultánea, de las dos bitácoras: la suya, que le había obsequiado Alberto treinta años atrás, y esta otra, secreta, que recién ahora había descubierto.
?Hay que vivir despidiéndonos ?dijo de pronto Bárbara
Torres, viuda de Cantú.
Era una frase que su marido, que reposaba ahora en la
urna de cerámica, repetía de cuando en cuando. Y debió
disculparse al apretar el auricular:
?No... nada señorita. Ocurrencias, ocurrencias de la vida.