DOMINGO 29 DE OCTUBRE DE 2000

MAR DE HISTORIAS

El viaje de los muertos

Ť Cristina Pacheco Ť

Fui la última en subir al autobús. Mientras caminaba por el pasillo rumbo a mi asiento advertí que todos los pasajeros llevaban atados de flores envueltos en periódicos. Esa protección no impedía que de los ramos saliera un fuerte aroma. Me recordó el mes de mayo en la iglesia del Carmen y volvió a mí el eco de un himno religioso.

En cuanto llegamos a la carretera empecé a sentirme mareada. "ƑPodemos abrir tantito la ventanilla?", le pregunté, sin mirarla, a mi vecina. No escuché su respuesta. Un sudor frío me empapó la cara y la boca se me llenó con el regusto salado que anuncia el vómito. Apoyé la cabeza en el respaldo y cerré los ojos, segura de que eso bastaría para olvidarme de las flores, como si lo que me trastornaba fuera su vista y no su aroma. No mejoré.

Tambaleándome, chocando involuntariamente con los ramos que los pasajeros llevaban sobre las rodillas, pude llegar al sanitario. Volví a mi asiento, decidida a dormir el resto del camino, pero no logré conciliar el sueño. Me lo impedía el silencio.

Me extrañó. En otros viajes las conversaciones me habían mantenido despierta, para no hablar de los chillidos de los niños, causantes de horribles jaquecas. Me asomé hacia el pasillo y me sorprendió no ver por ninguna parte la clásica escena de la madre arrullando a su hijito o esforzándose por mantenerlo en su sitio.

II

Los últimos rayos del sol entraban en diagonal por la ventanilla. "Estos autobuses deberían tener cortinitas, Ƒno le parece?", le dije a mi vecina. Ella me sonrió muy cordial pero no dijo nada. Luego la vi aferrarse al atado de flores. Relacioné ese movimiento con el silencio y saqué mis conclusiones: "Es Día de Muertos. Todos van al cementerio de Las Cruces".

Desde luego era también el objetivo de mi viaje. Llevaba muchos años sin visitar el pueblo. La última vez fui sólo para asistir a mi padre en sus últimas horas. Tuve un consuelo: saber que compartiría la fosa de mi madre. El resto de mi familia descansaba también en ese cementerio. Me conmovió pensar que ni la muerte había modificado su costumbre de mantenerse unida.

Entre todos ellos fui la única que abandonó Las Cruces. Antes de irme hice un recorrido final por nuestra casa. Estaba llena de flores. Olían tan fuerte como las que llevaban mis compañeros de viaje. La relación involuntaria me sentó mal. Otra vez intenté conversar: "Lástima que no pueda verse el camino. Es muy bonito". Mi vecina emitió un sonido extraño, entre gemido y bostezo. Comprendí que debía resignarme al silencio.

III

Faltaban muchas horas de camino. Tenía tiempo para ordenar mis pensamientos. Uno me inquietaba: Ƒcuántos edificios, además de mi casa, habrían desaparecido? Hice un inventario mental de los sitios importantes para mí. Pude reconstruir un jardín sombreado de pirules, la fachada mohosa de una iglesia, una barda cubierta de hiedra y la reja que circundaba el cementerio.

Mientras viví en Las Cruces lo visité muchas veces, según íbamos depositando en las fosas los restos mortales de nuestros familiares. Mi padre fue el último en llegar. Después de sepultarlo me sentí incapaz de volver a la casa vacía y del cementerio me fui a la estación. Me acompañó la prima del padre Flores. Valida de nuestra vieja amistad, la dejé al cuidado de la casa y de su venta posterior. Amigos que se enteraron de la gestión me lo reprocharon: "Debiste conservarla. Tendrías dónde irte a descansar".

Tal vez tuvieran razón, pero no me habría sentido capaz de permanecer ni un minuto en aquella casa enorme, llena de ecos y sombras de retratos. Por disposición de mi padre, todos fueron sepultados con sus modelos: "Cuando las familias se acaban las fotos andan rodando y al final terminan en algún basurero. Mejor que cada uno se vaya con sus cosas".

Lamenté haber respetado esa tradición, cada vez que la soledad y la lejanía acentuaban mi ansia de ver, aunque fuese en imagen, a mis seres queridos. Por más que procuraba impedirlo, se iban borrando el color de sus ojos, su estatura, sus señas particulares, sus gestos. Al cabo de los años todo se olvidaba.

La única forma de frenar semejantes estragos consistía en asomarme al espejo. En seguida encontraba en mi frente la de mi padre, en mis ojos los de mi madre, en mis labios los de mi abuela, en mi barbilla el mentón de mi hermana Carmen. Cuando era niña esa mezcla de facciones me molestaba. Me hubiera gustado que me dejaran: "Saliste igualita a tu mamá" o "Cómo te pareces a tu padre". Ya adulta me reconcilié con esa retacería y acabé por considerarla afortunada.

Interrumpió mi sueño un fuerte dolor de cabeza que atribuí al aroma de las flores, cada vez más intenso. Al despertar sentí que la oscuridad y el silencio se adensaban. De no haber sido porque desde mi lugar miraba la camisa blanca del conductor, habría supuesto que viajaba sola.

IV

La terminal ocupaba el sitio de la antigua estación. Cuando bajé del autobús el chofer me sonrió. Sentí que continuaba observándome mientras caminaba por el andén. Allá se dispersaron mis compañeros de viaje, sin que nadie se aproximara a brindarles ayuda o medios de transporte. Lo atribuí a que su único equipaje eran los ramos de flores que llevaban en brazos.

Del otro lado de la terminal vi una hilera de puestos raquíticos y más allá el jardín poblado de clavos y pirúes. Lo atravesé. El olor a tierra mojada me recordó las mañanas de domingo, cuando todos íbamos a la estación por el gusto de mirar el paso del tren.

Desayuné en una fondita. Los manteles de plástico floreado me remitieron a la mesa familiar. Le pregunté a la encargada si sabía las horas de visita al cementerio. La muchacha asentó la taza de café y me sonrió: "Todo el tiempo. Nunca lo cierran, Ƒpara qué? Nadie va y ni modo de que los muertitos quieran escaparse". Me quedé en la fonda más de una hora. Salí decidida a irme caminando hasta el panteón. Tenía tiempo de sobra para visitarlo y volver a la terminal antes de que partiera el autobús de las tres.

Ante la perspectiva de otra jornada pesadísima, recordé el comentario de Felipe: "ƑPara qué te matas? Quédate un día en Las Cruces. Descansas un poco y a lo mejor encuentras conocidos". Renuncié a seguir el consejo de mi amigo cuando vi que del pueblo sólo quedaban las huellas que había protegido en mi memoria: el jardín, la fachada mohosa de la iglesia, una barda de adobes cubierta de hiedra y la reja del cementerio. Tal como había dicho la mesera, bastó empujarla para tener paso libre al camposanto.

Lo encontré igual a como lo había dejado en mi última visita. Desde lejos vi las tumbas de mis muertos sombreadas por un pirú inmenso. De sus ramas, siempre movidas por el viento, se desprendían esferas rojas que rodaban sobre las lápidas. Me aproximé y leí los nombres grabados en ellas, pero no pude reconstruir sus caras. Como si alguien me lo ordenara, saqué mi polvera y me asomé al espejo. En mi frente encontré la de mi padre, en mis ojos los de mi madre, en mis labios los de mi abuela, en mi lunar el de mi tía Esperanza, en mi barbilla el mentón de mi hermana Carmen. Sentí pánico y hui a la terminal.

Al subir al autobús me sorprendió hallar al mismo chofer que me había conducido. En cuanto me senté cerró la puerta. "ƑNo espera otros pasajeros?". El hombre se volvió hacia mí: "ƑCuáles? De Las Cruces no sale nadie ni llega nadie. En mucho tiempo usted ha sido la única y ya ve, anoche viajamos solos. Si yo fuera el dueño de la línea cancelaría la corrida a este pueblo muerto".