DOMINGO 29 DE OCTUBRE DE 2000

 

Ť José Agustín Ortiz Pinchetti Ť

El otoño del tlatoani

Se desmorona la presidencia imperial. Hechos sin precedentes lo dramatizan. Los burócratas federales impugnaron a gritos al presidente Zedillo porque les negó el bono sexenal, y sus líderes, sumisos hasta hoy, amenazan con un paro nacional. Regino Díaz Redondo fue expulsado del periódico Excélsior por cooperativistas rebeldes. Como los líderes de los burócratas, Regino fue entronizado por un presidente, y otros presidentes, de "mil modos sutiles y burdos, lo convirtieron en dueño del periódico durante 24 años". Como dice Miguel Angel Granados, sólo como vicario del gobierno pudo subsistir. Hoy que se derrumba el sistema, cae con él. Caerán muchos. Habrá muchas más víctimas del crac del 2 de julio en los próximos tiempos, y no todas serán culpables.

En una entrega anterior me permití invitarlos a echar un vistazo a Los Pinos y constatar cómo funcionaba la presidencia monárquica al despertar el siglo XXI. Me atreví a compararla con la corte virreinal. Los Pinos es un mundo diminuto y perfecto muy parecido al núcleo del poder colonial en el último tercio del siglo XVIII.

Pero si intentamos calar más hondo podemos toparnos con una sorpresa. El estilo de gobernar de los presidentes monarcas del siglo XX, que hoy declinan, se parece de modo extraordinario, al menos en la esencia, a otra corte más antigua, la de los tlatoanis aztecas. Si escarbamos el espeso barniz de modernidad que cubre al presidente después de encontrarnos con la capa virreinal, nos daremos cuenta de que hay un fondo más profundo. El presidente se parece mucho a los soberanos aztecas.

Algunos de mis lectores van a levantar las cejas, pero por favor fíjense en todo esto: es cierto que el presidente encabeza un organismo social y político complejísimo y radicalmente distinto al de la sociedad azteca. Sin embargo, hoy como antes de la llegada de los españoles, en la cumbre del aparato del poder, en lo más alto de la jerarquía, se destaca un soberano que no se parece para nada a un presidente republicano. En realidad se le atribuyen los mismos papeles que al emperador azteca: defender al país y asignar y dispensar las riquezas. Aun hoy es un personaje sagrado y semimágico. Como en tiempo de los aztecas, es hoy un representante de los privilegiados, pero se anuncia como protector de los pobres. Como el soberano azteca, mantiene la preponderancia de la clase dirigente, mima o maltrata según le conviene a los hombres de empresa, es aliado de los pudientes pero no se atreve a proclamarlo. El presidente es un monarca absoluto. Varios autores modernos niegan las evidencias, pero como diría Jacques Soustelle de los soberanos aztecas, "nada más inútil que estas tentativas para negar su carácter monárquico".

El nombre mismo de tlatoani, título que ostentaba el emperador azteca, nos da una pista formidable para entender el concepto de poder de los mexicanos de antaño y de hoy. Tlatoani significa "el que habla", expresa el poder, el dominio; el origen de su poder está en el arte de hablar, son las palabras definitivas que se pronunciaban y que se pronuncian en el seno de los consejos de Estado. La habilidad y la dignidad de los discursos pomposos se apreciaban tanto por los aztecas como por nosotros 500 años después. El presidente es el que habla. El que dice la última palabra. Es el tlatoani.

En la época azteca, como hoy, el proceso de elección del soberano se hacía dentro de una estrecha oligarquía. En realidad, dentro del círculo mágico de dignatarios subordinados al soberano, quien constituía su propia sucesión. Hasta el sexenio de Zedillo el sufragio en el sentido occidental no fue elemento fundamental de la política, y mucho menos de la selección de los gobernantes. Tampoco funcionó, por supuesto, entre los aztecas. Otro parecido, que se prestaría incluso a cierta visión humorística, está en la forma en que entronizaban al tlatoani. Tenía que soportar diversas pruebas, que incluían el escuchar atentamente numerosas peroratas y responder con "discursos elocuentes". ƑNo era exactamente lo que hacían los candidatos del PRI en sus campañas?

Los emperadores aztecas le daban mucha importancia al discurso inaugural de su reino. Lo aprendían de memoria. Tiene una estructura muy parecida a la de los que pronunciaban en el momento de esplendor los presidentes. La doctrina oficial azteca obligaba a decir que eran los dioses los electores. En la época contemporánea, los presidentes decían que habían sido elegidos por el pueblo. El emperador decía de sí mismo que actuaría como "el padre y la madre de los mexicanos" y que se sentía obligado a "hacerles justicia y a luchar contra la carestía". Ningún presidente se atrevería a atribuirse a sí mismo la paternidad, y mucho menos la maternidad, del pueblo mexicano. Pero no hay duda de que se veía a sí mismo y que era visto por sus súbditos como portador de una esperanza mágica.

Estas poderosas reminiscencias aztecas, estos anacronismos, eran percibidos vagamente por los que estudiaron a la presidencia imperial contemporánea. Se convirtieron en los elementos más grandes de resistencia a la modernización política, justamente porque actuaban desde lo profundo de nuestra conciencia colectiva y no eran reconocidos ni por nosotros mismos.

 

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