DOMINGO 29 DE OCTUBRE DE 2000
Ť Rolando Cordera Campos Ť
Rebelión en la granja: primera llamada
Estalló la rebelión burocrática y el presidente Zedillo les dio a los líderes una lección de legalidad y derecho, siempre con cargo a su librito preferido. No hay derecho al bono de mortaja sexenal, porque desde el Día de los Inocentes del año pasado todos a una, o casi, los diputados de la difunta legislatura legislaron contra todo "estímulo, pago o compensación especial a los servidores públicos, con motivo del término de la presente administración del Ejecutivo federal".
Santo y bueno: la burocracia no tiene derecho, entre otras cosas porque la costumbre aquella de las compensaciones no fue consagrada en la ley, sino todo lo contrario. Ahora viene el mal humor de los afectados, que sin mayor trámite se fueron a la acción directa, y la demagogia de diputados y senadores que "no estuvieron" en la inocentada y desde escaños y curules hacen de cuentachiles, buscan debajo de las alfombras y las alforjas de la Secretaría de Hacienda, comparan peras con frijoles, atacan a los ricos y le piden al Ejecutivo "que le busque".
No hay derecho, porque éste lo da, lo debe dar, sólo la ley, pero lo que sobra es contexto y la razón no está del todo contra los protestantes del servicio público. Nadie puede escudarse en la ignorancia o la falta de información en materia de leyes, pero el hecho escueto es que, por su parte, los funcionarios del gobierno federal, responsables de la organización del servicio público, no parecen haberse tomado la molestia de informar a sus subordinados de lo acaecido en diciembre pasado, así como de discutir con ellos sobre las implicaciones de la decisión de la Cámara. De los líderes, mejor no hacer caso, porque sería caer en la vergüenza mayor de considerarlos como lo que no son, es decir, representantes de sus agremiados.
Por años, los trabajadores al servicio del Estado han vivido una situación del todo irregular, para decir lo menos. Acosados por la incertidumbre y la inseguridad en el empleo, que trajo consigo un cambio estructural de vértigo sin correspondencia alguna en materia de administración pública, la mayoría de los burócratas fue dejada a la buena de Dios, que sí existe (Liébano dixit), y se dedicó a sobrevivir los temporales sexenales, o anuales, según el caso.
No ha habido reforma administrativa digna de tal nombre y el servicio civil de carrera es una especie de homenaje perpetuo a la memoria de Tomás Moro: una utopía sin fin. Lo que hubo fue resignación y cinismo, única manera de contrarrestar el escarnio público a que la irresponsabilidad del gobierno y de los líderes llevó al trabajo burocrático. Antier tronó esa burbuja y las secretarias y las enfermeras, junto con los médicos y los profes, se fueron a la calle. Y con el apoyo de sus representantes, los diputados y los senadores de los partidos que hace un año, desvelados y orgullosos por haberle quitado a Santiago Levy una pizcacha del gasto, aprobaron el decreto y su artículo 54.
Vendrán negociaciones y remiendos a este o al próximo presupuesto, pero lo que importa tardará en llegar. La sociedad que estrena democracia tiene que asumir que necesita más y no menos servicio público, para la seguridad, la educación o la salud que no ofrece el mercado a los precios que la mayoría puede pagar. También, para atender rubros estratégicos que nadie está dispuesto a cubrir, salvo a precios inaceptables, pero que son decisivos para el desarrollo o el bienestar sociales: la investigación básica y mucha de la aplicada, la educación superior de calidad pero de masas, etc. Y es preciso asumir, también, que hay que pagar bien por esos servicios, si es que van a cumplir su cometido.
Del otro lado, ni duda cabe, debe estar la responsabilidad de los servidores públicos, su permanente evaluación y el cumplimiento estricto de sus compromisos laborales. Pero esto está lejos, porque con esos dirigentes y esa obsesión de los altos mandos del Estado, de jugar al gato y al ratón con sus colaboradores inferiores, no se puede ir muy lejos, ni de prisa.
Ahora tenemos democracia, pero hay que admitir que el Estado, como institución y como máquina organizativa, no está a la altura. Democracia sin Estado puede haber, pero lo que sigue es el desastre: ahí está Rusia. Estado sin democracia también hay, y habrá, pero también lleva, tarde o temprano, a la corrosión social y económica, y a la confusión de la vida pública. La granja y la casa "que son de todos" resultaron angostas y los cuidadores quisieron pasarse de listos; de ahí la rebelión y lo que siga.