SABADO 28 DE OCTUBRE DE 2000

 

Ť Ilán Semo Ť

La guerra de las redes

Los orígenes de la ecuación Estado = sociedad política+sociedad civil datan de los años veinte. En rigor se debe a Gobetti, que la formula como una "actualización" del dispositivo conceptual que permitió a la tradición liberal fundar la fenomenología del Estado como un hecho en sí, un hecho autorreferencial. A partir de Hegel (para quien esa fórmula se reduce a Estado = sociedad civil + familia), diría Gramsci, "el Estado se explica a sí mismo".

Más que hablar del Estado, Hegel es el Estado mismo. Fue precisamente Gramsci el que explicó lo que pretendía decir Gobetti. El centro de la política moderna se halla en un orden que desborda las fronteras de lo público y lo privado y se asienta en el orden de lo particular: el reino de lo civil. Vista desde la perspectiva de la historia del Estado, la pregunta natural -una pregunta que sedujo a todo el siglo xx- era si este reino podía devenir un reinado.

Como toda gran teoría política del siglo xx, ésta parece haber encontrado también sus límites. La actualización contemporánea de la tradición liberal se ha materializado, en las últimas dos décadas, en un fenómeno que no hace mucho pertenecía al catálogo de las utopías puras: el desvanecimiento (de la centralidad) del poder del Estado. Una utopía que compartieron por igual en el siglo xix liberales, anarquistas y socialistas. Siempre es útil recordar que la realidad acaba por "traicionar" a la utopía. En principio, detrás de la debacle de los Estados totales de Europa del Este y de la descomposición del Estado social en Occidente se halla una realidad más compleja e inasible: la pérdida de centralidad del Estado como el sitio preferencial de la política y de lo político. Esta pérdida ha traído consigo una explosión de las fronteras que demarcaban la "unidad" de su contraparte (al menos en la formulación de Gramsci): la atomización de la "sociedad civil".

En la medida en que las relaciones entre lo público, lo civil y lo privado han sido trastocadas radicalmente por la crisis del Estado, la "sociedad civil" ha devenido un emblema relativamente carente de elocuencia, o bien un aviso de un déficit de representación que debería provenir de las instituciones que figuran al diverso universo del mundo público.

La realidad propiciada por las redes de intereses particulares (por ejemplo, la protesta de Praga en contra de los centros financieros) habla de un descentramiento y una desterritorialización de lo civil que desbordan la eficacia explicativa de la noción de "sociedad civil". La desbordan en un sentido doble: de un lado, transgrede su demarcación rigurosamente estatal nacional; del otro, plantea el dilema de quién ocupa el Estado como un dilema administrativo, y no necesariamente vinculado a la formación de los controles que derivaban tradicionalmente del despliegue hegemónico.

Casi se podría afirmar que el Estado (siempre nacional) parece formar cada vez más parte de lo civil (cada vez menos nacional).

Las otras redes (que son puramente de control) provienen del dominio público e internacional, o mejor dicho, público-internacional: los centros financieros, los centros de combate al narcotráfico, el neointervencionismo de la ONU, etcétera. El Estado-nación se ha vuelto presa de esta abstracta "sociedad" de control y se debate entre lo que podría llamarse una guerra de redes, si se admite la verbigracia del eslogan.

La atomización (y desterritorialización) de la "sociedad civil" ha traído consigo una creciente incredulidad sobre la eficacia de los grandes relatos que la sostenían, y alimentaban. El primero de ellos es su propio relato como una suerte de entidad que se autosostenía frente a la rigidez de los organismos tradicionales de lo público, en particular, los partidos políticos. Sin embargo, las radicales reformas que ha sufrido el mundo de lo civil, sólo parecen haber insensibilizado a las maquinarias partidarias, que siguen siendo el inevitable sostén del entramado entre gobernantes y gobernados.

Por supuesto, nada más desmoralizante que condenar a los partidos desde el horizonte de lo civil. Finalmente sólo conocemos dos tipos de regímenes políticos; el pluralismo, fundado en múltiples partidos, y el autoritario, secuestrado por uno solo. Sin embargo, queda abierta la pregunta de cuáles serán los cambios que afectarán a esa criatura, el partido político, que sobrevive resistiendo el cerco que le plantea el cambio de las relaciones entre lo público, lo civil y lo privado. Hoy se trata de maquinarias cada vez más técnicas, cada vez menos fundantes de voluntades efectivamente particulares.

De su sensibilidad para tomar un sitio en la guerra de las redes depende, en gran parte, la viabilidad del mismo Estado democrático. Una sensibilidad que, por ahora, no asoma cabeza en ninguna parte.