MARTES 24 DE OCTUBRE DE 2000
Ť Ugo Pipitone Ť
Sábado 21 de agosto
Es posible que a alguien le haya ocurrido mi misma experiencia. Leer el periódico y sentir de pronto que en las dos páginas abiertas en la mesa están las noticias que conforman un cuadro continental: mentiras consoladoras, homicidios "revolucionarios" y corrupción patriótica. Era sábado 21 de agosto. Trataré de resumir las noticias del día publicadas en la sección internacional de El País. La pertinencia de la operación se mostrará, espero, en el camino.
En Colombia, en dos ataques de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) mueren 45 soldados. El alcalde de una de las poblaciones afectadas dice: "este pueblo quedó reducido en septiembre de 1998. Levantamos la cabeza y salimos adelante. Cuando creíamos habernos proyectado, nos ocurre esto. No sabemos qué vamos a hacer... Esta guerra no tiene sentido". Al final del artículo se lee: "Ayer también continuaba el drama de los más de 500 desplazados de una aldea del Carmen de Bolívar, en la región del Caribe, que huyeron luego de que los paramilitares asesinaran, el pasado martes, a 14 campesinos". La pregunta es: Ƒcómo se colombianiza un país? Algún día, novelistas, científicos o periodistas nos explicarán, para empezar, cómo Colombia se volvió esta Colombia: una tierra de descreimiento en las instituciones, de enriquecimientos faraónicos y certezas homicidas que se dicen revolucionarias sólo porque han perdido cualquier contacto racional con ideas y realidades. Una tierra donde todo intento de arreglo se enfrenta a docenas de obstáculos invencibles. Una tierra donde los únicos inocentes son los muertos.
En la página 5, una historia argentina. El titular de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) es acusado de ser instrumento del gobierno de De la Rúa para corromper a algunos senadores y obtener su voto aprobatorio a una propuesta de reforma de la ley del trabajo. Carlos Chacho Alvarez, el vicepresidente argentino, pide que se haga claridad sobre el asunto, y cuando De la Rúa reconfirma al individuo en cuestión, renuncia. Y así podría estar cuarteándose una de las esperanzas latinoamericanas de gobierno socialdemócrata. Un pillastre (que, amigo del presidente, se dedicaba a espiar, enriquecerse y corromper) y un presidente sin visión pueden poner de rodillas un intento de reformismo, que demoró décadas en hacerse posible, en el sur del continente. De la Rúa comienza a revelarse un político demasiado tradicional, demasiado conservador y demasiado cínico para asumir el reto de romper el círculo vicioso entre levantamientos armados y modernización excluyente.
Otro titular: "El gobierno de Cuba compra a China un millón de televisores en color para extender la cultura". Según Granma, eso permitirá "disponer de un televisor de calidad y disfrutar de los inmensos beneficios de los planes que la Revolución viene llevando". Con el anuncio de que la televisión cubana "puede y debe estar enteramente al servicio... de los valores e intereses más sagrados del pueblo", se tendrá una idea de los "inmensos beneficios": programas oficiales infumables y telenovelas, en carrera abierta entre aburrimiento e idiotismo. Escuchar las declaraciones oficiales cubanas produce una impresión similar a la lectura de códices o manuscritos babilonios o fenicios: una impresión de lejanía irremediable frente a palabras que son, al mismo tiempo, evidentes e incomprensibles. Cómo un intento socialista pudo haber creado ese intragable lenguaje burocrático de déspota bondadoso es tan misterioso, y humillante, como la colombianización de Colombia.
Argentina inaugura su estación reformadora con corrupción política, como si Montesinos o Fouché fueran las vestales (una reciente y la otra antigua) de un culto poderoso cuyos feligreses anhelan -como confirmación del éxito- el papel del corrupto o del corruptor. Cuba enfrenta su falta de pluralismo, y de cualquier cosa que pueda decentemente definirse democrática, con inyecciones de televisores en color, declaraciones "revolucionarias" y telenovelas. Colombia sigue sin encontrar el punto cero desde el cual reconstruir el país. Hay momentos en que, en América Latina, la esperanza y el optimismo se vuelven ingenuidades intolerables.