LUNES 23 DE OCTUBRE DE 2000

 


Ť Hermann Bellinghausen Ť

Toro tragón

Llegó el día en que el toro se comió el sol. Le traía ganas de tiempo atrás, y de un solo bocado por fin se le hizo. Con la cabellera abanderando el aire y ojos congelados de espanto, ya venía María Pestaña a toda prisa para atajarlo. Demasiado tarde, el toro hacía la digestión y apenas movía otra cosa que la mandíbula y las tripas, ahíto como estaba.

No se crea que ya por eso se acabó la luz. El día siguió; más opaco, claro. Anaranjado el cielo donde fue azul, gris la tierra café, pero aún estampada por la sombras que arrojan los cuerpos. A sus pies tenía la suya María Pestaña, y bajo las cuatro patas el toro glotón.

María Pestaña, descalza, fuerte y morena, abrazó al animal. Le puso una mano arriba del cuello y otra en el costado del vientre, donde alcanzaba a sentir el sol, tibio todavía. Su frondosa falda tehuana y su blusa arcaica cubrieron de colores y listones el dorso del toro ensimismado en las consecuencias digestivas de su antojo.

Los platanares rumorosos apuntaban al cielo, acusándolo de algo. Las flores, heliotrópicas infalibles, volteaban ya sus amarillas caras en dirección al toro, pues a ellas no se les pierde el sol tan fácil.

Como sucede en esta clase de historias, asomaban en las orillas del aire los ancestros dioses, uno hombre y otro mujer, con comentarios escritos en la flor de la lengua. "Toro toro", rezaba el letrero de la diosa, "devuélvenos la carga, no mastiques nuestra casa, no te la lleves". El comentario escrito en la boca del dios iba al grano: "Pon ese sol donde estaba, inmediatamente, o de lo contrario" y tres puntos suspensivos.

Como María es un humano, no veía a los dioses, y menos los escuchaba. Su atención la acaparaba el toro. Haber sabido y no lo deja salir del potrero, a qué toro más guaje.

Ante la catástrofe que provocaba, el toro miraba al suelo sin inmutarse. La mano derecha de María, un poco más calmada, comenzó a sobarle, despacio, en círculos, el costado caliente. "Sana que sana, pedazo de idiota, saca eso de ahí que no te pertenece".

Si hubieran ustedes visto al toro, empeñado en rumiar al pobre sol, que asomaba cejas y ojos dentro del estómago sintiendo lo que Jonás, y la falta de aire. Su indolencia vacuna daba como que ansias.

María Pestaña siguió sobando. Tomó tiempo. Las divinidades ya estaban desesperándose. A eso de las cinco y media de la tarde, el toro cedió en su desmesura, aflojó la quijada en lo que parecía un bostezo, el sol escapó como de rayo y regresó acá afuera. La luz borró las caras de los dioses y sus letreros, y alcanzó a cumplir con el crepúsculo.

María Pestaña cogió al toro por los cuernos y lo condujo al corral. Ella decía: "Toro toro, qué bárbaro, eh. Me espantaste. Tan buena pastura la del rancho, y tú robando a los vecinos, pedazo de animal". El otro la seguía de mala gana, y con hambre.

 

(Este relato se inspira en el aguatinta El toro que se comió el sol, 1995, del pintor oaxaqueño Fernando Olivera. Se trata, por así decir, de una propuesta de animación.)