Escribí esta reseña pensando que nadie como yo podía referirse a una obra cuya edición estuvo bajo mi cuidado y porque desde un principio, desde que este libro comenzó a escribirse de manera formal, he estado cerca de su autora. Sin embargo, a la hora de ponerme a redactar me sentí incapaz de articular una metáfora crítica de algo que eran más bien conjeturas y anécdotas, temas que se habían estado revelando como a través de una persiana infinitamente clara pero, al mismo tiempo, infinitamente engañosa. Me sentía dueño de una serie de secretos que, no obstante, no podía revelar por no haber una distancia que me extrañara de mi objeto de estudio. Encerrado en esta paradoja, que me impide desempeñarme como el crítico imparcial de una obra que conozco casi de memoria, me limitaré a contar la historia de cómo se escribió este libro de cuentos.
Gneis es un libro que brotó con una naturalidad envidiable. Ana Rosa se encontraba, hace cuatro años más o menos, preparando una antología de cuento norteamericano contemporáneo donde habrían de incluirse voces no convencionales de la literatura del vecino país del norte. Para ese libro, del que fue coordinadora y prologuista, ella tradujo cuentos de Fredric Brown, Paul Bowles, John Updike, Carson McCullers, Eudora Welty y Lydia Davis. Contagiada de ese impulso que viene a significar toda traducción que de veras lo es, un buen día la traductora se convirtió en autora de un serie de piezas narrativas que en un primer movimiento articulatorio calcaban la estructura y el estilo de los autores que le habían servido de modelo, pero merced a una imaginación y a un sentido del humor y de la ironía muy propios, Ana Rosa fue separándose de estas primeras pautas para instaurar un reino autónomo. Al final, cada cuento o cada cuadro narrativo devino en una esfera con una música distinta.
Para comprender la génesis de toda obra de arte, el estudio de las colindancias puede ser definitivo. Pensando en Hume, uno de los cuentos de este libro, desciende por vía directa de las narraciones arabizadas de Paul Bowles y por la vía indirecta de los cuentos de lo arabesco y lo grotesco de Edgar Allan Poe. En este relato filosófico, donde los argumentos de la razón se oponen a los motivos no menos contundentes del sueño, juega un papel preponderante esa clase de sangre fría que germina en el narrador y le permite describir minuciosamente un hecho terrible. Dos emociones están involucradas en el girar de la manivela: el temor y la sensación de lo grotesco (lo kitsch, lo hilarante, el mal gusto deliberado y obsceno). Con esto se crea un efecto y se genera una idea: las cosas sí son lo que parecen ser. Pero hay algo más en este cuento que llama la atención: la claridad naturalista, por decirlo de alguna manera, con que las cosas están dichas. No hay tanto artificio como cadencia, y esto facilita el devenir intrínseco del relato.
Otro cuento, En escena, está emparentado con los tableaux imaginativos de Donald Barthelme, para quien el rasgo más elocuente de una narración tiene que ver con la gestualidad y la significación violenta y primitiva del graffiti. Estos brochazos de pigmento gráfico se van ordenando y acumulando como si fueran las imágenes fijas de una cinta que pudiera proyectarse solamente contra la pared de la memoria. Resulta curioso notar en este punto el indicio de una farsa gracias a la cual el autor puede impostar su voz (narrativa) y convertir su prosa en los cristales de un prisma que puede dar una cantidad indefinida de vueltas y componer y descomponer las imágenes para provocar con ello un auténtico caos de los sentidos. La intención aquí parece estar en la formulación de la pregunta de si la realidad que nosotros percibimos no será más bien una suplantación de realidad, una puesta en escena que tiene lugar gracias a la calculada acción de la palabra.
En Amaltea, Alfesibea y Gneis de donde proviene el título del libro es posible discernir un común denominador. Es más, estas piezas constituyen los paneles de un tríptico visual que no guarda una intención narrativa explícita. Su objetivo más bien consiste en desplegar la sensualidad del lenguaje en el espacio estricto de la página en blanco. Por la forma sesgada de estos cuentos, uno piensa de inmediato en las maneras mediterráneas de articular un relato de Eudora Welty, en cuyas ficciones se entreteje la vida real de los habitantes del sur de los Estados Unidos y la fracción irreal de personajes de la mitología grecorromana. (Virginia Woolf sería un antecedente más remoto de esta manera de fincar la estructura de un relato en el sesgo y la compresión del idioma.) Pero quizá la razón más elocuente de esta forma granítica del ser del hipotético ser de la prosa se encuentra en los nombres mismos. Gneis es el nombre de una roca que tiene la misma composición química del granito, y la composición de los cuentos de Ana Rosa González Matute participa en buena medida de una condición rocosa. Es en esta concordancia, la del nombre de la roca y la tendencia petrificante de la prosa, donde se advierte una explicación posible del recurrir constante a las estrategias de la poesía, o al sitio donde la doble vertiente de la prosa y el poema se confunden creando con ello un torrente extrañamente legible.
Cuentos como Muriel, Concierto y A los veinte, quizá los más lineales, los más convencionales de todo el libro, nacen de un impulso distinto. En ellos subyace la sola voluntad de tramar una historia sin darle mayor énfasis a ninguna de las hebras del tejido. El sentido del humor está muy presente en estos cuentos, donde se entreveran temas tan graves o tan livianos como la libertad, el azar o la infertilidad creativa del artista.
Retorno es un cuento enigmático e inclasificable. Parece estar
escrito desde una bruma que difumina las fronteras entre la vida y la muerte,
el sueño y la vigilia, y donde las acciones obedecen al devenir
de una lógica del absurdo cuyo punto culminante está en la
donación de dos objetos que carecen de significación alguna
(el ptyx de Mallarmé multiplicado por dos). La imposibilidad de
la escritura gravita en la parte medular del cuento como una lámpara
pendiente sobre el escenario incierto de un vestíbulo. O mejor aún:
el deseo que genera en el cuerpo la resonancia de un prólogo sutil.
Este retorno del hermano porque es el hermano el que regresa del mundo de los muertos para habitar de nuevo el mundo de los vivos es el retorno del pródigo, pero también su renovado transterro. La visitación, quizá, de la escritura y su irreparable pérdida. Este bien pudo haber sido el ejercicio de ficción de un Henry James que hubiera desdeñado a medio camino la ejecución de un ensayo sobre el acto fantasmal de contar un cuento. Riqueza conceptual, pero también vaivén de sombras. A este respecto (el de un incierto claroscuro) podría decirse que desde un principio estábamos más que prevenidos. En el epígrafe del libro aparece, escrita en inglés, una sentencia de Nabokov. Su posible traducción al español diría más o menos lo siguiente: La cuna se mece por encima de un abismo, y el sentido común nos dice que nuestra existencia no es sino un breve restallar de luz en medio de dos eternidades de oscuridad. En este extraño equilibrio entre lo efímero y lo eterno se inscriben los trece cuentos del libro de Ana Rosa González Matute. En él, aparte de los opuestos que ya se han enumerado, conviven también otras orillas: la fortaleza y la fragilidad, la crueldad y la ternura, el destino y el azar, la prosa y la poesía. Y lo más inquietante de todo: el cuerpo y la escritura.
Una cita de Bachelard podría servir para anudar este conjunto
aparente de cabos sueltos. En El agua y los sueños, Bachelard
se refiere a la dualidad del agua y la materia en su estado de dureza:
Pensemos un momento en este pasaje sin perder de vista el equilibrio que se establece entre el agua de los sueños y la materia rocosa de que está hecha la voluntad. Este es un tema de especulación mediterránea desde épocas muy antiguas. El mito mismo de la fundación de Europa conserva vestigios de esta ecuación del agua y la materia. Deslumbrado por la belleza de la joven Europa fue que Zeus se convirtió en un toro blanco para seducir a la joven por la gallardía de sus ademanes y la belleza impar de su pelaje; una vez que la joven se hubo montado en la grupa del toro, éste consiguió internarla en las aguas del Mediterráneo, llevándola desde las costas de lo que entonces era Asia hasta las de aquella otra entidad que con el paso del tiempo daría en llamarse precisamente Europa. Para no perder el equilibrio en el trayecto, la muchacha se asió con una mano del cuerno de la bestia. La dureza del cuerno y el espacio casi intangible del mar han perdurado hasta nuestros días y se presentan bajo las formas más insospechadas. En la sensibilidad de Ana Rosa González Matute hay una dosis considerable de esa ambivalencia que tiene su repercusión más eminente en el reino de la forma. Las metáforas no son otra cosa que transformaciones constantes. Ir de un lugar a otro para volver al punto de partida: este movimiento perpetuo podría resumir la historia del mundo. Y el libro de cuentos de Ana Rosa no es tanto un reflejo de esa historia sino su esencia y escrutinio
Tal vez por ello la misma reseña parece condenada a desaparecer al privilegiarse la voz de los autores mediante el usoel abuso de las entrevistas, sustituto del comentario crítico en infinidad de publicaciones, como bien lo señala Umberto Eco. Y si a eso sumamos que muchas teorías y estudios académicos consideran que toda obra es valiosa de acuerdo al contexto que la produce, ganar lectores bajo estas condiciones es algo punto menos que imposible. Contra estas modas y teorías en boga que olvidan que la escritura es el hecho estético fundamental, reaccionó uno de los mayores críticos de nuestro tiempo, Harold Bloom, al postular su canon occidental que, como ocurre con casi todo los textos canónicos, ha provocado tanto respuestas airadas como las más desaforadas anuencias. Sin duda, el libro de Bloom autor de La angustia de las influencias y Presagios del milenio, y quien ha propuesto que los primeros texto bíblicos fueron probablemente redactados por una mujer es ya un texto capital de la crítica en el presente siglo, a pesar de los reparos que se le puedan hacer a una teoría que, sobre todo, pretende volver los ojos al hecho estético en sí.
Recientemente, Bloom publicó un grueso volumen dedicado a quien considera el mayor autor occidental y califica como el inventor de lo humano: Shakespeare. Y también un texto que pretende no sólo recuperar lectores sino ampliar el placer de la lectura: Cómo leer y por qué, cuyo punto de partida es la lectura apasionada. Bloom como Borges, Calvino y otros extraordinarios escritores encuentra en este ejercicio una forma de conocimiento inigualable y la comparte con nosotros. Cuento, novela, teatro y poesía son los géneros elegidos por el crítico neoyorquino y profesor de Yale. Curiosamente, Bloom ha dejado fuera el ensayo, el único género nacido Montaigne lo dice del gusto por la lectura y el conocimiento. Y es además el ejemplo perfecto de lo que el libro desata: quien lee, de una u otra forma, busca nuevas lecturas e incluso, para bien o para mal, siguiendo un proceso interactivo como bien dice Savater, se atreve a practicar la escritura.
Bloom nos transmite en el libro todo el entusiasmo del lector: a través de un puñado de autores seleccionados, los mejores exponentes de cada género y, sobre todo, los que más han influido en el autor, se busca dotar al lector de aquellas herramientas que le permitan hacer mucho más fructífera su lectura, ampliar la experiencia estética de la literatura y acercarse a ese mundo oscuro que a veces esconde la literatura, lo mismo que a todo aquello que de luminoso encierra.
Entre los cuentistas seleccionados se encuentran Chéjov, Turguéniev, Hemingway, Calvino y Nabokov, mientras que entre los poetas están Dickinson, Shakespeare, Milton, Keats, Wordsworth, Coleridge, Whitman y algunos poemas de autores anónimos, así como baladas populares todos en lengua inglesa, lo cual resulta obvio si pensamos que uno de los elementos fundamentales de la poesía es el ritmo. Además de desmenuzar cuidadosamente cada uno de los poemas seleccionados, Bloom pone énfasis en la necesidad de regresar a la lectura de poesía en voz alta, paladeando cada uno de los versos: necesaria vuelta al origen que nos permite recuperar aquella fuerza primigenia que esconde el poema. Después de mostrar los elementos que hacen a cada poema seleccionado una obra maestra, Bloom nos recuerda que hay muchas personas que andan por la vida recitándose poemas con la absoluta convicción de que poseer un poema y ser poseídos por él las ayuda vivir (como quizá ocurre con toda la gran literatura).
En lo que se refiere a los cuentos, Bloom señala dos escuelas: una proveniente de Chéjov y la otra de Kafka y Borges. No es difícil en este caso encontrar las diferencias: mientras los que siguen la corriente del autor ruso descubrir a estos autores no representa ninguna dificultad para un lector atento son marcadamente impresionistas, los narradores que siguen la corriente checo-argentina son, antes que nada, metafísicos; el mundo dibujado por Borges es una ilusión o un espejo. Más allá del análisis particular de cada uno de los cuentos escogidos por el crítico, Bloom señala algunas cuestiones que nos recuerdan que el cuento es un género que hoy se defiende tanto del abandono editorial como del lector, y el autor de Cómo leer y por qué encuentra la causa de este temor en el hecho de que los cuentos casi siempre transgreden la realidad, ésta se vuelve fantástica y la fantasmagoría es desconcertantemente mundana. Pero la clasificación de Bloom, para nuestra fortuna, no es excluyente: ambas formas son necesarias y, sobre todo, son igualmente intensas.
Bloom ha dividido su invitación a leer novelas en dos partes: la primera reúne obras maestras: Cervantes, Stendhal, Austen, Dickens, Dostoievski, James, Proust y Mann. La segunda explora la novela estadunidense, desde el patriarca Melville hasta la obra de los escritores negros como Toni Morrison y Ralph Ellison. Para Bloom, el autor de Moby Dick inicia la corriente apocalíptica que cierra admirablemente Cormac McCarthy, y que retrata de manera fundamental las obsesiones de quienes viven en las entrañas del monstruo Martí vio a Estados Unidos como otra gran ballena: la violencia, el uso indiscriminado de las armas y el carácter fronterizo de toda una civilización, así como su obsesión por encontrar a Dios, por reconocerlo y hablar con él. Más allá de los textos seleccionados por Bloom, uno pensaría, tan sólo en este rubro, en la maravillosa Elmer Granty de Sinclair Lewis.
El estudioso hace también un breve repaso por el drama. Y por supuesto que es Shakespeare quien ocupa el lugar central, muy especialmente por Hamlet, una obra que es muchas obras a la vez, que esconde tanto misterio y fascinación que no hay lector que no se identifique con este triste príncipe de Dinamarca quien encarna una dualidad a la que todos nos sentimos fatalmente atraídos porque así somos. Simple y sencillamente, luz y oscuridad. La huella del cisne de Avon se encuentra en la obra de Ibsen pero no en la de Oscar Wilde, quien le debe mucho más a la imaginación de Lewis Carroll. Las lecturas de Bloom se abren como vasos comunicantes y hacen que cada uno de los textos seleccionados cobre un nuevo significado tanto para quien se acerque a ellos por vez primera como para quien los relea.
Así ocurre con las obras consideradas como las cumbres de la novela: de Cervantes a Mann el camino es largo pero, como bien sabe Bloom, todo gran novelista tiene una cualidad que lo distingue: leemos su obra como si pudiésemos volver a ser niños. Y aquí bien podríamos recordar a Lawrence Durrell quien, al finalizar su Cuarteto de Alejandría, señala que toda buena historia comienza con el: Había una vez
¿De qué sirve leer? ¿Cómo debemos acercarnos a la lectura? Bloom nos entrega sus respuestas desde una perspectiva clásica que mucha falta nos hace en estos tiempos.
Finalmente, creemos que la gran lección del ensayista es que sólo la lectura atenta y constante proporciona y desarrolla plenamente una personalidad autónoma. Dicho de otra forma, leer nos hace mejores personas
La política es quizá la única ciencia que se practica sin importar los medios a utilizar. Lo importante es el fin, decía Maquiavelo, y vaya si lo es. Un ejemplo claro de esta situación es el libro que nos ofrece esta obra de Martín Álvarez Fabela.
México sigue siendo un país surrealista, como lo definió André Breton, y lo es por los hechos que vivimos cotidianamente, y que parecen salidos de un libro de ficción. Hay situaciones que nos asombran a cada paso: una niña violada sin derecho al aborto por la decisión de quienes que se consideran los defensores de la moral publica; las mujeres muertas en Ciudad Juárez y la impunidad del o de los asesinos, por lo que México entero pide a gritos justicia; la casi medieval discusión en torno al derecho de la mujer a decidir sobre su cuerpo; la presencia de un torturador de la dictadura argentina como presidente del Renave...
El 22 de diciembre de 1997, la comunidad de Las Abejas sufrió el ataque de grupos paramilitares. El resultado: cuarenta y cinco personas muertas entre mujeres, niños, hombres, ancianos. La magnitud del crimen indignó a la opinión publica. Recibimos la noticia con asombro, con el dolor de la impotencia ante la gozosa impunidad de los poderosos.
Martín, integrante de la Caravana Para todos todo salió el 20 de diciembre de la Ciudad de México rumbo a Chiapas, con sus compañeros. Nunca esperó ser testigo de la masacre perpetuada en esa región. Yo me sentí muy golpeado dice Martín; era mi primer contacto con la muerte a pesar de que vi morir a mi abuelo, pero no fue lo mismo porque esta muerte era diferente. El sentimiento de que algo dentro de él se había desgajado lo impulsó a escribir el libro cuyo testimonio es un mensaje de rabia, dolor y vergüenza ante la injusticia, la pobreza y el abandono que viven las comunidades indígenas.
Acteal de los mártires es un libro escrito en forma de crónica social. Hace un recuento del trabajo realizado por la caravana Para todos todo, relata las noches frías, la descarga de camionetas con el apoyo enviado a las comunidades sitiadas, los recorridos en las comunidades desde el 21 de diciembre hasta el 7 de enero.
El trabajo de Martín es minucioso; como historiador que es, investiga los antecedentes del estado de Chiapas y apoya sus puntos de vista en las opiniones vertidas por Bonfil Batalla en su libro México profundo. Rescata ese México profundo que durante años se ha negado, un país lleno de llagas que se sostiene por dignidad, trabajo y organización grupal. Las comunidades indígenas poseen su propia cultura, costumbres y unidad que los años de conquista no han logrado vencer.
En el prólogo, Elena Poniatowska pone de relieve el valor de un joven que a los veintidós años de edad se ve enfrentado a su mundo real y tiene el valor y la disciplina para ordenar la información obtenida en diarios como La Jornada y cotejarla con sus propias entrevistas y su trabajo de investigación histórica. Para mí dice Elena, la tarea que Martín Álvarez se impuso es una lección de moral, y nunca dejaré de agradecerle el que me haya pedido un prólogo a Acteal de los mártires, haciéndome partícipe aunque sea en forma mínima de la memoria de una tragedia que sigue avergonzándonos.
Conforme avanza la crónica nos enteramos del sufrimiento de quienes se quedaron solos: Su mamá esta internada, pero a ver si se puede salvar, todavía no sabe, pero sí se quedó solito ya, huérfano pues, murieron tres hermanas y hermanitos; entonces es testigo él de que sí están muertos todos sus familiares; solito tiene diecisiete años, no sabe dónde, en que hospital está su mamá. El relato de los dolientes sigue vivo en este volumen, se rescata el habla original, la hora, el día, pero sobre todo, se vive esa angustia ante la muerte, una muerte injusta y preparada con anticipación por aquéllos cuyo único valor es la lucha por el poder sin importar el precio a pagar ni la sangre derramada.
Se puede criticar en el autor su falta de pericia literaria, pues repite continuamente frases que asocian el dolor humano con el dolor de la naturaleza, en un estilo romántico e inocente. Sin embargo, se trata de un mal menor si tomamos en cuenta que este libro pasará a la historia por la frescura con que son relatados los hechos que aún nos avergüenzan.
Chiapas es una región donde el pobre no puede tumbar árboles, la bestia petrolera, cada vez más en manos extranjeras sí. El campesino tumba árboles para vivir, la bestia tumba para saquear, comentaba Marcos desde el año en que se fundó el grupo de Las Abejas.
Mientras las nuevas generaciones sean capaces de sentir como propio el dolor de los otros, mientras existan seres sensibles capaces de denunciar la injusticia y sumarse a la lucha, México tiene grandes posibilidades de lograr un cambio positivo hacia un mundo con libertad, democracia y justicia, un mundo donde no se repita otro Acteal
Nellie Campobello escribe Cartucho para vengar una injuria, la injuria del desprecio con que se habla de los villistas, esos bandidos, esos asesinos del norte. Cincuenta y seis hermosos relatos con ese propósito desbordaron su cometido. Efectivamente, Cartucho reivindica, con mucho, la visión vulgar que de los revolucionarios se tiene, pero más aún, nos regala, y creemos que ese es el valor fundamental de esta obra, una perspectiva distinta de la Revolución Mexicana, así, con mayúsculas; pero además posee muchas más virtudes, literarias sobre todo, documentales, lingüísticas.Destaca también el prólogo de Jorge Aguilar Mora, quien muestra una fascinación especial por Campobello, la narradora, la mujer, el personaje histórico, la testigo.
La Revolución de 1910 ha tenido, entre muchas otras consecuencias, la producción de corridos, canciones, una Constitución política, un partido revolucionario con sus respectivos grupos de poder, sesudos análisis sociológicos... Es al mismo tiempo el origen y la razón de ser de las instituciones que nos gobiernan. Cada uno de estos aspectos concibe su propia Revolución, le da forma y significado. Por su parte, Campobello construye su propia Revolución, con la particularidad de encontrarse en la zona de fuego; es una niña (María Francisca Moya Luna) que mastica las balas de los 30-30 y su Revolución dura apenas un instante, hasta el momento en que el reloj marca las cinco, una tarde tranquila, borrada en la historia de la Revolución. Su labor es, precisamente, sacar del olvido momentos y vidas. Sin Nellie, muchos combatientes habrían quedado sembrados en cualquier vereda, más que muertos, olvidados; su hermosa muerte no tendría lugar sin esa voz de niña. Lo curioso es que sin ella, nosotros, los lectores, nos privaríamos de una Revolución y nos echaríamos una buena cantidad de olvido sobre la espalda, porque los protagonistas somos nosotros, allí están nuestro odio, nuestra capacidad de traicionar, nuestras ansias de besar, de matar, de morir, están allí en el corazón palpitante de un villista, cuando se lanza no a la muerte sino a la gloria. La visión de Campobello es diferente por eso: no es que a los revolucionarios les importara poco la vida, como es común pensar, sino que estaban dotados del valor para enfrentar su destino (quiero morir como mi hermano Pablito, muy valiente, muy hombre), y para eso hace falta mucho más que ser solamente macho. La Revolución de Nellie no considera a los soldados simples actores sociales, como hacen los sociólogos, que miran los sucesos como trepados en una nube; decimos que ella está en la línea de fuego, contabilizando la sangre que fundó al régimen, porque cada persona es única. En la desaparición de cada vida se cierra uno de los motivos de la gran Revolución, y todas tienen nombre: Agustín García, Tomás Urbina, o apodo, Kirilí, el general Bufanda, Nacha Ceniceros... o Cartucho. Todos los personajes dan cuenta de qué tan enorme, glorioso y terrible es nuestro rostro de mexicanos.
Para escribir Cartucho, Campobello debió situarse en un lugar entre la vida y la muerte, entre el terror y el juego. Como consecuencia, su lenguaje es un experimento delicioso: la construcción de frases tiene sus buenas dosis de silencio, de poesía. La autora compacta prodigiosamente una gran cantidad de información, no dice cosas de más, sólo las precisas: Parte de la brigada Chao, desarmada la noche anterior, dormía. Los hilos de su vida los tenía el centinela dentro de sus ojos. En sus manos mugrosas, tibias de alimento, un rifle con cinco cartuchos mohosos. Por estas características, Aguilar Mora considera a Cartucho un antecesor importante de Pedro Páramo.
Nellie Campobello publicó Cartucho por primera vez en 1931, porque deseaba devolverle la Revolución a los bandidos, y resulta que nos la devuelve a nosotros. Para la segunda edición, que se llevó a cabo con la ayuda de Martín Luis Guzmán (Aguilar Mora sospecha que la autora de Cartucho mantuvo una relación amorosa con el autor de La sombra del caudillo), Campobello suprime el primer cuento, titulado Villa, y modifica otros. Son los años de la publicación de obras importantes como Las memorias de Pancho Villa, Vámonos con Pancho Villa y El perfil del hombre y la cultura en México. Tal vez por eso Cartucho quedó en el cajón, como las revoluciones que no eran oficiales; tal vez fue que la visión de una mujer le pareció poco relevante a los editores, o quizá la consideraron demasiado subversiva, hasta ahora que Era la publica.
Solemos recurrir a la imagen de la soldadera revolucionaria, la Adelita que va tras de su hombre, le prepara las gordas y le calienta el café. En Cartucho la mujer es fundamental no por esto, sino porque es ella quien se va a encargar de contar la historia del caído, es decir, va a darle vida a su muerte, y va a esperar su regreso. Como Francisca, que escribe: Mis fusilados, dormidos en la libreta verde. Mis hombres muertos. Mis juguetes de la infancia.
Obras que además de ser estampas de un México adolorido, comparten en mayor o en menor medida la óptica de lo mágico que tiene un país como el nuestro.
Todos los temas que maneja, tienen que ver con las ilusiones, los sueños, la libertad, la locura o la fantasía, y tocando irremediablemente al lector. Algunos denominadores comunes en el teatro de Barroso serían, sin duda, la gran pericia con que concibe el espacio escénico, en el que cada elemento juega un papel simbólico o de apoyo esencial para la narración teatral; la sencillez con que evoca conflictos dramáticos terribles en espacios escénicos de cuatro por cuatro metros y con protagonistas y antagonistas que podrían ser usted, yo o el vecino.
La nota roja que no llegó a consumarse por la pura suerte o por lo fortuito del destino, (Cuarto No.7); la injusticia social ciega, sin nombre, la infamia tan lejana, a veces en los periódicos, de un popularizado conflicto guerrillero y este monólogo que nos recuerda que allá, lejos, en la selva, donde uno trae los pies mojados todo el tiempo, hay dignidades sólidas como el titanio, inquebrantables ante la violación impune en todas sus acepciones (Virgen la memoria); la frialdad de la miseria y algunos entornos de la pobreza, el ardor del aguardiente en la garganta y un escalofrío que huele a muerte (La costurera); un himno a la libertad tan simbólico como un gato en una celda, el paso del tiempo, las acciones simultáneas con un manejo ejemplar del escenario, los sueños y el lento tránsito hacia el delirio (La sombra del gato); la locura silenciosa y oculta en un diálogo que encubre la atrocidad, que refleja el más doméstico desequilibrio psíquico y uno se cuestiona sobre el pasado: ¿qué tuvo que suceder para que esta gente razone así? (Por no ir a Michigan); la otra locura, la del paranoide predicador ambulante (Romanos 5:8); los cachondeos vaporosos del bajo mundo, de intrigas dignas de novela policiaca (El Marrakeshito); o sencillamente la violencia de la no comunicación, el egocentrismo, la hipocresía, la ausencia y el chantaje en la esquemática familia moderna (El ángel).
Norma Barroso (Veracruz 1964) es egresada de la Escuela de Arte Teatral del Instituto Estatal de Música, Teatro y Cinematografía de Leningrado, en la antigua URSS, con especialidad en dirección escénica, ha participado en numerosas puestas en escena como actriz, además de haber dirigido más de una veintena de obras. Por no ir a Michigan es su primer libro publicado y reúne ocho de sus obras más representativas
Cine
Historia del cine, Román Gubern, Col. Palabra en el tiempo núm. 179, Editorial Lumen, España, 2000, 572 pp.
Crónica
Remembranzas de la sociedad capitalina. Ciudad de México 1930-1960, Rafael Couttolenc Urquiaga, Editorial Diana, México, 2000, 194 pp.
Economía
Diccionario moderno de la economía del sector público. Para entender las finanzas del Estado mexicano, José Ayala Espino, Editorial Diana, México, 2000, 376 pp.
Ensayo
Las mil y una... La herida
de Paulina, Elena Poniatowska, Plaza y Janés Editores,
México, 2000, 160 pp.
Ensayo (literario)
Las huellas de la voz. Imágenes literarias, Juan García Ponce, Editorial Joaquín Mortiz, vol. 2, México, 2000, 258 pp.
Tres voces. Ensayos sobre Thomas Mann, Heimito von Doderer y Robert Musil, Juan García Ponce, Editorial Aldus, México, 383 pp.
Ensayo (sociológico)
Los medios en la política, Jorge Medina Viedas, Editorial Cal y Arena, México, 2000, 283 pp.
Narrativa
Camila la rescatada, Eduardo López, Universidad Autónoma de Aguascalientes/Plaza y Valdés Editores, Aguascalientes, México, 2000, 92 pp.
Dionisio Vivo y el señor de la coca, Louis de Bernières, Col. Áncora y delfín, Ediciones Del Destino, Barcelona, España, 2000, 341 pp.
Dune. La casa atreides, Brian Herbert, Kevin J. Anderson, traducción de Eduardo G. Murilo, Plaza y Janés, Editores, España, 2000, 638 pp.
Espejos de historias y otros reflejos, Jorge F. Hernández, Col. La torre inclinada, Editorial Aldus, México, 2000, 277 pp.
Las gatas, Ignacio Flores Calvillo, Editorial Colibrí/Instituto Politécnico Nacional, México, 2000, 132 pp.
Los mejores cuentos mexicanos. Edición 2000, selección e introducción de Enrique Serna, Editorial Joaquín Mortiz, México, 2000, 236 pp.
México negro, Francisco Martín Moreno, Col. Narradores contemporáneos, Editorial Joaquín Mortiz, México, 2000, 631 pp.
Ni el tiro del final, José Pablo Feinmann, Col. El dorado, Grupo Editorial Norma, México, 2000, 292 pp.
Prosa rota. Cuatro novelistas en una sola autora, Carmen Boullosa, Plaza y Janés, México, 2000, 260 pp.
Réquiem por una muñeca rota (Cuento para asustar al lobo), Eve Gil, Fondo Editorial Tierra Adentro/Conaculta, México, 2000, 175 pp.
Sombra de pantera, Miguel Covarrubias, Consejo para la Cultura de Nuevo León/Ediciones Castillo/Universidad Autónoma de Nuevo León, Nuevo León, México, 1999, 134 pp.
Poesía
Cuerpo breve, Ramón I. Martínez, Col. Voces del desierto, segunda época, Editora La Voz de Sonora, Sonora, México, 2000, 62 pp.
Del rojo al púrpura. Poemas de amor y piel, Rodolfo Naro, Editorial Planeta, México, 2000, 124 pp.
Revistas
Artes de México. Maguey, núm. 51, año 2000, textos de Margarita de Orellana, Dominique Dufétel, Antonio García Cubas, Manuel Payno, entre otros, Artes de México y del Mundo, México, 110 pp.
Crónicas y leyendas de esta noble, leal y mefítica Ciudad de México. Día de muertos, Jermán Argueta, número especial, grabados de José Guadalupe Posada, Colectivo Memoria y Vida Cotidiana, A.C., México, 2000, 79 pp.
Debate feminista. Intimidad y servicio, núm. 22, octubre 2000, año 11, textos de Rosario Castellanos, Mary Goldsmith, Silvia Federici, Marta Acevedo, entre otros, Metis, Productos Culturales, México, 350 pp.
Nexos, núm. 274, octubre 2000, textos de Francisco Javier Molina Ruiz, Ana Cristina Covarrubias, Delia Crovi Druetta, José Joaquín Blanco, entre otros, Nexos, Sociedad, Ciencia y Literatura, México, 112 pp.
Origina, núm. 92, octubre 2000, año 8, textos de Ari Alexis Nava, Eleonora Rodríguez, Víctor Sosa, Yolanda de la Torre, entre otros, Gilardi Editores, México, 88 pp.
Ventana interior, núm. 10, septiembre-octubre
del 2000, vol. II, año 2, textos de Efraín de la Cruz, Quetzal
Rieder, Benjamín Valdivia, Mariela Gil Sánchez, entre otros,
Fondo Regional para la Cultura y las Artes del Centro Occidente, México,
64 pp.