Ť Juan Arturo Brennan Ť
Cuatro días cervantinos
Guanajuato, Gto. En este año 2000, el otoñal rito de asistir al Festival Internacional Cervantino dio como fruto un fin de semana largo con actividades numerosas y variadas, y resultados artísticos de calibre diverso. El guitarrista húngaro Daniel Benkö (quien aprovechó su presentación en el templo de La Valenciana para tocar también el laúd y el orpharion) ofreció un recital muy contradictorio. Mientras se dedicó a tocar música húngara del Renacimiento y el siglo XIX, todo funcionó bien. Lástima que la parte del programa señalada como Música europea del siglo XX estuviera dedicada a sus propias composiciones. Para esta parte de su recital, Benkö puso a funcionar el playback, de donde surgieron almibarados acompañamientos sintetizados para mediocres baladas sentimentales cuyas melodías ejecutó él mismo a la guitarra. Música en la más pura tradición de lobby bar de hotel de segunda. Sin duda, de lo peor que se ha escuchado en un Cervantino en más de un cuarto de siglo.
Esa misma tarde, Jorge Federico Osorio presentó un programa pianístico que resultó muy bueno en su primera parte, y no tan redondo en la segunda. Primero, sobrias, claras y bien construidas interpretaciones de tres obras de Bach, incluyendo la Partita No. 4, y cuatro piezas de Ponce, en las que Osorio no escatimó la componente romántica, pero sin llegar a los excesos expresivos que, en otras manos, suelen perjudicar al repertorio ponciano. Después del intermedio, la sorprendente versión original de los Cuadros de una exposición, de Mussorgski, que si bien tuvo numerosos momentos individuales de sólida ejecución, quizá no resultó cabalmente ensamblada y redonda en su totalidad, especialmente en sus últimas páginas. ƑO será que la audición repetida de la versión orquestal me ha producido algo de atrofia auditiva en lo que se refiere a la partitura original de piano?
Al día siguiente, el flautista Horacio Franco se hizo acompañar por el clavecinista y organista japonés Yuzuru Hiranaka para un recital barroco sustentado en obras de J.S. Bach, su hijo C.P.E. Bach, Giovanni Battista Fontana y el portugués Diego da Conceiçao. Virtuoso, original y extrovertido como siempre, Franco provocó dos reacciones básicas a lo largo de su recital: la admiración plena de muchos por sus capacidades técnicas y el desconcierto de algunos por sus peculiares ideas sobre el estilo y la ornamentación. Al trepar al coro de La Valenciana para ejecutar música portuguesa, Hiranaka provocó una doble consideración: por un lado, qué bien que haya varios órganos antiguos de Guanajuato restaurados y funcionando; por el otro, es evidente que al órgano de La Valenciana le urge atención inmediata en sus fuelles, tubos y lengüetas.
Por la tarde de este día, el Cuarteto Latinoamericano ofreció un recital cuya primera parte dejó extrañamente frío al público, a pesar de las cualidades evidentes de ejecución. Imagino que la combinación de lo áspero de las obras de Halffter y Copland con la acústica ingrata del Auditorio de Minas resultó hasta cierto punto indescifrable para los asistentes. Todo ello no impidió apreciar, sobre todo, una sabrosa versión de los bien sazonados Ocho tientos de Rodolfo Halffter. Para la segunda parte, el pianista Cyprien Katsaris se unió a los del Latinoamericano para el Quinteto en fa menor de César Franck. De nuevo, una buena ejecución, y de nuevo, una reacción apenas un poco más comprometida por parte del público, al que evidentemente le costó trabajo decantar la densidad de las texturas del compositor belga.
A la mañana siguiente, el Trío Arsika de Suiza ofreció un recital doblemente satisfactorio, por el contenido de un programa inteligentemente balanceado, y por interpretaciones sobrias, claras y estilísticamente adecuadas. Junto con sendos tríos de Mozart, Martin y Brahms, el Trío Arsika hizo una ejecución particularmente aguerrida del Trío No. 2 de Shostakovich, sin duda una de las obras más atractivas que se han escrito para la dotación de violín, violoncello y piano.
Entre recital y recital, tuve la oportunidad de asistir a Las aventuras de Juanito, espectáculo del Teatro Negro Lumeco de Praga, que resultó doblemente decepcionante dados los antecedentes históricos de este tipo de trabajo en aquellas regiones de Europa central. La imaginación, el humor, el sentido del timing, el manejo del espacio, la fluidez de la narración escénica, se quedaron evidentemente guardados en un baúl en algún teatro de la capital checa. Y, sin duda, la mejor música escuchada durante esos cuatro días cervantinos fue la de los hermosos diálogos y coros en griego del Edipo rey, de Sófocles, a cargo del Teatro Nacional de Grecia bajo la conducción de Nikos Kourkoulos. Ver y escuchar esta tragedia que es cimiento y simiente de todo teatro, bien dicha en su idioma original, fue un banquete visual y auditivo digno de recordarse.