VIERNES 20 DE OCTUBRE DE 2000
Ť José Cueli Ť
El juego y el azar
Mientras se realiza la Convención del Mercado de Valores aparece el libro La rueda del azar, de Ilán Semo, con textos, entre otros, de Carlos Monsiváis (''La rueda de la fortuna''). Y como en el otro juego trágico entre la bestia y el torero, cuando el ciego ímpetu y la argucia se encuentran cara a cara en un espacio y un tiempo donde sólo caben ellos y el drama, en este duelo del individuo contra una organización -la Bolsa, la lotería, el juego, etcétera- en el cual se ha sustituido la ventaja matemática por los nervios, padres de la cólera y el desaliento, el público contiene también el aliento para no perder ese supremo instante del choque en que una de esas dos fuerzas -torero, apostador o Ƒpolítico?- ha de ser vencida.
El hombre contra la fuerza bruta de la naturaleza, el hombre contra la banca, el hombre contra el sistema, tal es la diferencia y la semejanza entre esos juegos. Inútil resulta que el cálculo explore el nivel de desigualdades, el límite en la ganancia, su flaqueza nerviosa y la impasibilidad de la banca, la falta de imaginación para perder ante los sucesos del mercado o el valor del dinero.
Nada nos arredra, ilusos como somos los mexicanos -la lotería y la virgen de Guadalupe- en la poesía anhelosa de precipitar en unos segundos de azar, el sí o el no a que se reduce todo pase, toda apuesta, la vida incluso, la esencia del propio destino que, en la cotidianidad, ha de diluirse en lentas alternativas sin emoción ni transferencia. Ese monstruo matemático nutrido de supersticiones que se llama juego, atrae porque palpitan en él los propulsores cardinales del alma, la vida-muerte, desplazados en la codicia, el miedo y la esperanza arrojada por los demonios de la debilidad humana: la facilidad y la rapidez, velos del desamparo original, que se repite una y otra vez: viviré o moriré.
El buen jugador se sabe débil, no ignora que a la larga va a perder, pero Ƒno entramos ya sentenciados a muerte en la vida? Y sin embargo nuestros afanes parecen de seres inmortales (Salinas dixit). Y el placer de sentirse vivir, la omnipotencia de saborear el extracto de lo dulce o amargo de la vida y ver brillar en la mesa de valores las acciones deslumbradoras anunciantes de esa sensación única de ser dioses envueltos en voluptuosas sensaciones, cubiertas con la sentencia de muerte.
Se juega, se torea, se apuesta por un impulso misterioso en que coexisten el narcisismo en su esplendor y la renuncia a todo lo demás. Emoción vital hecha de terror y anhelo en la que todos participamos. Unos en un juego socializado -toros, Bolsa, lotería- y otros en el de la vida, a sabiendas de que seremos perdedores. La vida es sólo un rodeo de la terrorífica muerte.
Cabría aquí recordar la advertencia de Deleuze: ''El hombre no sabe jugar, o bien, se sumerge precipitadamente en un mal juego, juego en que no se afirma del todo el azar. El carácter de las reglas se fragmenta, no sabiendo qué fragmento va a desaparecer. El sistema del futuro, por el contrario, se considera un juego divino porque la regla no es preexistente. El juego versa sobre sus propias reglas, estando el azar afirmado para cada vez y para todas las veces".
En este juego de la diferencia y la repetición, guiada por el instinto de muerte, pareciera que Borges llegó más lejos que nadie. Escribe en Ficciones: ''Si la lotería es una intensificación del azar, una periódica infusión del caos en el que estamos, Ƒno convendría que el azar interviniera en todas las etapas del sorteo y no en una sola?, Ƒno es irrisorio que el azar dicte la muerte de alguien, y que las circunstancias de esta muerte -la reserva, la publicidad, la postergación de una hora o de un siglo- no están sujetas al azar...?