VIERNES 20 DE OCTUBRE DE 2000

 


Ť Carlos Montemayor Ť

Derechos indígenas y realidad social

Uno de los aportes importantes de los zapatistas de Chiapas al final del siglo XX es haber convertido en un tema de interés nacional la reforma constitucional en derechos indígenas. Desde la década de los cincuenta, la Organización Internacional del Trabajo de las Naciones Unidas (OIT) había elaborado un proyecto de reformas legales para beneficiar a los pueblos indígenas y tribales del mundo. Este documento se modificó en 1989 y se le conoció desde entonces como el Convenio 169 de la OIT.

El convenio propuso a los países firmantes un proyecto de reformas constitucionales para asegurar el desarrollo de tales pueblos, situados en una notable desventaja respecto a las poblaciones nacionales. Podríamos considerar este proyecto como una especie de armisticio con los pueblos tribales e indígenas que han sido afectados por la conformación de las fronteras del mundo moderno.

Noruega y México fueron los primeros países que lo suscribieron en 1989. Nuestro Senado de la República lo ratificó ocho meses después. Más tarde, en 1996, la mayor parte del articulado del Convenio 169 entró en los acuerdos de San Andrés, cuya parte nodal está en el proyecto de la Cocopa. Es decir, el gobierno mexicano firmó tres veces lo mismo, dos en el ámbito del derecho internacional y una en el nacional, sin que en ninguno de los casos haya tenido efecto alguno.

Empero, los aportes del EZLN y los de la OIT expresados en el Convenio 169 tienen poca cabida en un mundo dirigido desde las oficinas privadas de los grandes capitales de la globalización. No es compatible el actual orden económico mundial de libre mercado con el respeto regional de los países ni con los derechos de minorías en el mundo. Estamos ante dos dinámicas excluyentes.

Sin embargo, hay un movimiento indigenista muy importante en México y en el continente; el EZLN es una forma de protesta y de presencia armada, pero paralela a otras fuerzas sociales indígenas en Oaxaca, en Guerrero, en la Huasteca, en Jalisco, en Michoacán, que de manera legal y tenaz están abriendo el camino para una nueva cultura, una nueva educación, una nueva participación social. También en Guatemala, en Ecuador, en Perú, en Bolivia, en Chile, estamos ante un nuevo escenario de reformulación y revitalización de los movimientos indígenas. Estos movimientos se fortalecen en todo el continente cada vez más; no se debilitan. En esta fuerza pueden basarse los posibles cambios de fondo.

Los movimientos armados indígenas tienen una larga tradición. Nosotros solemos creer que la Conquista se consumó en 1521 porque en ese año cayó la ciudad de Tenochtitlan. Pero olvidamos que la derrota del pueblo maya se consumó en 1697, casi dos siglos después, en el Petén. Tampoco solemos recordar que el último grupo indígena que depuso las armas en el país fue el de los apaches, en 1880. A menudo pasamos por alto que la guerra del Yaqui empezó hacia 1825 y terminó oficialmente en 1904, aunque siguieron combatiendo incluso en 1908. La Guerra de Castas se extendió de 1840 a 1904, pero siguieron combatiendo aún en 1909.

Estos movimientos requirieron de numerosos cambios generacionales de líderes y de contingentes. Hacia 1911 existió un movimiento armado en los Altos de Chiapas con Jacinto Pérez Xtut, El Pajarito. Durante la época cardenista hubo un desmantelamiento importante de fincas agrícolas por la implantación de la reforma agraria. A principios de los cincuenta hubo otro movimiento relevante en el norte de Chiapas, cuyo líder, ya en este momento simbólico, se llamó Manuel Sol. En 1972 empezó la primera resistencia armada de las comunidades asentadas en las cañadas de Las Margaritas. En 1994 apareció el EZLN.

El futuro de la guerrilla indígena depende de todo este pasado. En la medida en que no se transformen las condiciones sociales de marginación, los pueblos seguirán levantándose en armas cada generación y en distintas regiones. La tensión en zonas de Nayarit y Jalisco por la invasión de territorios huicholes crece y en algún momento tendremos problemas severos. Lo mismo podemos decir de la sierra de Puebla, la zona de la Montaña de Guerrero o las Huastecas de Hidalgo y Veracruz. Las reformas constitucionales en materia de derechos indígenas tienen que ir más allá de un mero trámite burocrático entre fracciones parlamentarias, forman parte de la realidad social que creemos invisible, pero que actúa y no será indefinidamente dócil.