JUEVES 19 DE OCTUBRE DE 2000

 

Ť Sergio Zermeño Ť

Ríos de lodo y esperanzas desmedidas

El derrumbe de una familia ha sido asociado en innumerables ocasiones con el fin de un régimen e incluso de una época --por algo será. La bochornosa debacle de los Salinas se produce en medio de una tremenda presión sobre los amarres de nuestro orden social.

Otros fines de sexenio han traído crisis financieras y devaluaciones severas. Este cambio de régimen se nos anuncia sin esos sobresaltos en el orden de las finanzas (préstamos internacionales, precios favorables del petróleo), pero el orden sociopolítico se encuentra cada vez más lejos del blindaje.

No sólo la sociedad atestigua atónita la gritería de los hermanos ("el ratero eres tú"), azuzados por un informador sin escrúpulos, y presencia también el hecho insólito de dos presidentes mexicanos gritándose mentiroso el uno al otro, sino que a la corrupción y a la mentira se asocian el contubernio y la impunidad de los actuales integrantes de la elite política asociando los puestos públicos, el robo organizado y el narcotráfico (el Renave, los generales torturadores, los magistrados que cambian castigos por dinero importándoles poco que prolifere la justicia por propia mano).

El orden de una sociedad no sólo depende de la consistencia de su vértice o de los ríos de lodo que de ahí descienden, sino también de su andamiaje intermedio, y a este respecto suenan las alarmas por la balcanización de los partidos y su conversión en pandillas políticas, así como la tribalización de los actores populares que estamos atestiguando con horror en los espacios de gran atraso en Chiapas, Hidalgo, Puebla, aunque también en los urbanos de la modernidad rota de Iztapalapa y Chimalhuacán.

Sin embargo, ese panorama en proceso de desordenamiento es de todos conocido, vivimos en él y es grave, mas no tanto como que el imaginario social está llegando al punto de la saturación; los ríos de lodo lo llenan todo, pero debido a la proximidad del cambio de régimen, la opinión pública no quiere encargarse más de lo que quedó atrás y parece apostarle todo a lo que viene.

Se han abierto expectativas difíciles de cumplir. Y son difíciles de cumplir, porque justamente se han abierto en demasía para todos los gustos: unos esperan la llegada del presidente anfitrión (de las 500 grandes empresas); otros al presidente changarrero (el de la micro y la pequeña empresa); otros más al presidente agrarista (que va a levantar la producción primaria); otros, en fin, al presidente justiciero, al siervo de la ley (azote de los procuradores especialistas en vender la libertad de los culpables a quienes convierten en nuevos perseguidores de sus víctimas); aguardan también al presidente educador y filántropo (que promete la gratuidad, 8 por ciento del PIB, educación y capacitación para todos); al presidente laborista (protector del ingreso, creador de fuentes de empleo); el cristero sin sotana...

Ya podemos imaginarnos la secuencia del nuevo régimen ante esta proliferación de expectativas: 1) hacia atrás: ríos de lodo, rechazo y hastío; 2) hacia delante, esperanzas desmedidas; 3) primera etapa: promesas incumplidas; 4) etapas subsecuentes: moral pública ultrajada, desprecio, venganza... Digámoslo directamente: ríos de promesas sin discriminación no pueden sustituir los ríos de corrupción que han aparecido a la luz del día; hoy ya nadie se traga la idea de que desarrollando los negocios habrá más empleo y mejorará el ingreso.

Vicente Fox puede mantener toda su oferta de promesas, pero es necesario jerarquizar: redistribución, educación y procuración de justicia no van después de la buena marcha de los negocios, deben ir juntos, aunque en los términos políticos de nuestro tiempo, deben ser elevados al primer plano: el discurso económico ha dejado de ser el cemento del orden nuevo; hoy, después de 20 años de neoliberalismo, sólo es audible el discurso y la acción hacia el igualitarismo.