MIERCOLES 18 DE OCTUBRE DE 2000

 

Ť Arnoldo Kraus Ť

Odio

Ahora que estalló esta nueva, pero nunca acabada guerra entre palestinos e israelíes, entre historias milenarias, en pedazos de tierra que les corresponden a muchos y que son de todos y en muchos sentidos de nadie, asalta, más allá que la fe religiosa representada por sinagogas, mezquitas e iglesias, la idea del odio. Odio es palabra más cercana, más humana y más palpable que Dios, religión o devoción. ƑCuántos muertos es un muerto? ƑCuántos muertos más requiere Dios para afirmar su presencia, su imagen inimaginable que lo pinta como todopoderoso?

Ariel Sharon mostró, nuevamente, su inclinación por el poder, esa deidad cuyo ejercicio ha cavado tantas tumbas. Ni las matanzas de Sabra y Shatila fueron casualidad ni azar lo que lo llevó a caminar cerca de las mezquitas. Se necesita demasiado desprecio hacia los israelíes para hacer lo que hizo. Conociendo su pasado, viviendo cada día con muchos cadáveres inocentes, sabiéndose odiado y dueño del mayor encono de árabes y palestinos, no requería sumar su figura a la de Arafat para encender el fuego. Si pretendía interrumpir el lento y doloroso proceso de paz lo logró. Si quería manchar a Barak, lo consiguió. Si su afán es competir por el liderazgo de su partido, ahí están los muertos. Ni el pasado ni la opinión pública ni los sepulcros detienen la marcha de los todopoderosos.

Es cierto que los ánimos estaban muy caldeados y que la paz ha pendido de delicados hilos. Cualquier incidente hubiese sido suficiente para desestabilizar ese magro equilibrio, pero ni palestinos ni israelíes ni el mundo necesitaban las huellas de Sharon o de Arafat para demostrar que esa fragilidad era tan endeble. Muchos nuevos cadáveres penderán sobre sus pechos. La historia olvida mucho. Los apellidos recuerdan todo.

El estómago empezó a retorcerse con la imagen del niño palestino que murió a raíz del fuego cruzado. Verla, enferma. No verla, detiene el tiempo y prolonga mentiras, silencio y complicidad --aunque sé que ante el odio nada sirve, también sé que el mutismo agrava la complicidad. Describo las fotografías con letras.

Son dos imágenes separadas en el papel por un milímetro. En el tiempo, por la muerte. En la primera se ven, recargados contra una pared de ladrillo, al lado de un barril, dos personas --padre e hijo, dirían los medios de comunicación. El mayor cubre parcialmente la cara con su brazo y mira hacia el frente; el menor --debe tener la edad de mi hijo, 12 años-- recarga en su padre la cabeza, el cuerpo, la mano. La cara del niño refleja miedo: sus ojos cerrados, la boca abierta, el grito, son el horror mismo. El mayor tiene las piernas dobladas, maniobra que le permite esconderse tras el barril. El menor las tiene sobre el suelo, atónicas. En la foto siguiente, la pared contiene los impactos de cinco balas. En el niño, el horror desapareció: yace tendido, muerto. El padre sigue sentado, recargado en la pared, pero ya no en el barril: la cabeza gacha denota pérdida del tono muscular. Sus ojos se encuentran cerrados: Ƒquién los cerró? El mayor herido; el menor muerto. Ambos para siempre. Fuego cruzado.

Pocos días después, los restos de los cadáveres de tres soldados israelíes fueron paseados por las calles palestinas. En esa zona, los militares suelen ser jóvenes: Ƒ20 años?, Ƒ25? Tan jóvenes como el deseo de vida. El ejército es obligación, no gusto. Morir debe haber sido muy difícil. La televisión mostró en su apogeo el peor de los fanatismos: los palestinos jubilosos se regocijaban con y en la sangre. En nombre de Dios, del fundamentalismo árabe, de las hordas cuyo odio se palpaba en la televisión, de la sinrazón y de la inquina, la muerte de los soldados es y será infinitamente estéril. ƑCuántas patadas? ƑCuánta saña se requiere para permitir que llegue la muerte? El fanatismo asesina con más dolor que cualquier bala. A los cadáveres israelíes los pasearon por las calles como muestra de un gran triunfo. Mutilados, según algunos medios; despedazados, acorde con otros. Qué difícil morir así, qué vacuidad. No hubo fuego cruzado. Habló el fundamentalismo.

La historia de ese tramo de la tierra es la historia de este presente. Es una historia sin fin, testigo de un sinfín de odios. Cada muerte es muchas muertes. Todas, las actuales, las viejas, las venideras, son idénticas. La inutilidad de una resume la futilidad de todas. No hay punto final. Y no lo habrá. El odio tiene principio, senderos inacabados, continuidad. Es atributo de nuestra especie. Es presente e infinito. Es una condición tan humana como el hombre mismo. Israelíes y palestinos están trágicamente hermanados: por la tierra y por el odio.