LUNES 16 DE OCTUBRE DE 2000
Ť Yvon Le Bot Ť
Zapatismo: fin y principio*
La palabra y el sentido son las principales armas de los zapatistas. Los intentos de circunscribir la insurrección a una región de Chiapas y de asfixiarla atizando los conflictos al seno de las comunidades no han sido suficientes. Por ello, el gobierno y el PRI, así como universitarios y periodistas, impulsaron en México y en el extranjero una ofensiva intelectual enfocada a eliminar, descalificar o minimizar lo que este movimiento tiene de nuevo y significativo.
La rebelión de Chiapas se sostiene en un complejo y denso tejido local y en una larga historia de relaciones con el exterior. Más allá de las transformaciones socioeconómicas de las últimas décadas y del Tratado de Libre Comercio para América del Norte (TLCAN); más allá del obispo Samuel Ruiz, su variante de la teología de la liberación y otros cambios culturales, esta rebelión encuentra sus raíces en las vicisitudes de la reforma agraria, en las relaciones entre las comunidades indígenas y la revolución mexicana, en las guerras del siglo XIX, en la dominación colonial, la Conquista y hasta en los tiempos precolombinos.
Sin embargo, no es el simple resultado de una larga cadena histórica. Ninguno de estos acontecimientos y situaciones, ni siquiera todos estos acontecimientos y situaciones colocados uno tras otro, alcanzan a explicarla. Las causas de la insurrección no agotan su sentido y su repercusión es menos una consecuencia de las continuidades que de las rupturas e innovaciones. Estos zapatistas no son una reproducción de los indígenas de las rebeliones anticoloniales o de las antiguas guerras de castas, de los soldados de Emiliano Zapata de comienzos del siglo XX, de guerrilleros guevaristas, de maoísta, o de cristianos revolucionarios de América Central. Surgieron de divisiones y disidencias, y las acentuaron.
Hasta los años cincuenta las comunidades indígenas de Chiapas formaban conjuntos relativamente homogéneos, pero fuertemente jerarquizados y subordinados a las grandes propiedades y al poder político. Cuando estas propiedades dedicadas a los cultivos comenzaron a ser repartidas o a vaciarse de mano de obra en beneficio de la ganadería, la cohesión de la comunidad se hizo pedazos.
Las jóvenes generaciones escolarizadas se emanciparon de la tradición; se convirtieron al protestantismo o engrosaron la corriente de renova- ción católica; migraron a las ciudades o a las zonas de colonización; formaron cooperativas de crédito, de producción y de comercialización. El congreso indígena de 1974 en San Cristóbal de Las Casas puso al descubierto el alcance y la fuerza de este movimiento de emancipación y de modernización indígenas, que en la década de los ochenta chocaría contra el muro neoliberal entonces en proceso de edificación.
El movimiento se dividió; el desarrollo endógeno entró en crisis. La marcha forzada hacia el TLC, el abandono de la reforma agraria, la represión, la corrupción, la inercia burocrática, el desprecio de patrones y autoridades hacia los indígenas hicieron que parte de éstos se inclinara por la insurrección. No todos los indios de Chiapas se sublevaron, ni siquiera todos los sectores de la población indígena que se habían modernizado en décadas anteriores. Pero los rebeldes pertenecían a esos sectores. Se habían alejado de la tradición y no eran los más desposeídos, habían apostado a las reformas y su cólera estaba a la altura de su frustración.
El zapatismo tomó, pues, impulso en la división de las comunidades y se inscribió en la perspectiva de los movimientos indígenas que se desarrollaron en todas partes de América Latina desde los años sesenta: Ecuador, Colombia, Bolivia, Guatemala, Nicaragua, Panamá, Brasil, Chile. Todos estos movimientos rompen con una tradición asfixiante, todos combinan la modernización económica con las reivindicaciones sociales y la lucha contra una discriminación cultural de carácter racista. Ninguno preconiza la creación de Estados-naciones separados sobre una base étnica. La autonomía que estos movimientos reivindican es la capacidad de los indígenas de decidir por sí mismos su suerte en el contexto nacional existente, la capacidad de participar en la vida económica, social, cultural y política, sin renunciar a la diferencia y en igualdad con todos.
Hoy, la imagen negativa de los indígenas -inferiores, sumisos, destinados a desaparecer- ya no tiene ya sustento. Cada vez son más los que reivindican su identidad. La movilización contra la conmemoración del quinto centenario del descubrimiento (en 1992 en la América de habla española, este año en Brasil) constituyó un momento clave de este histórico cambio. Los zapatistas, que todavía no se anunciaban como tales, realizaron entonces su primera manifestación pública, a cuyo paso fue derribada la estatua del conquistador que fundó la ciudad de San Cristóbal. Más tarde fue gracias a ellos que la exigencia de unir identidad cultural y democracia se convirtió en un tema central del debate nacional. Todo lo contrario de un "indianismo" cerrado o de un comunitarismo en el cual sus adversarios quisieran confinarlos, cuando no buscan acusarlos de ser en realidad marxistas ortodoxos que ocultan sus intenciones.
Es cierto que al principio, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) estaba compuesto por revolucionarios de inspiración guevarista o maoísta, con connotaciones propiamente mexicanas. Blancos o mestizos de las ciudades, con algunos compañeros de ruta indígenas. Sus objetivos también eran clásicos: una guerra de guerrillas con la toma del poder como fin a largo plazo. Pero ayudaron a cambiar este curso de las cosas el arraigo del EZLN entre indígenas menos interesados por el poder del Estado que por los cambios económicos, sociales o culturales; la caída del Muro de Berlín y el fin de las guerrillas centroamericanas; las esperanzas de la oposición de centroizquierda, dirigida por Cuauthémoc Cárdenas, de llegar al poder por las urnas (que se desvanecieron en julio pasado); el encuentro en 1994 con una sociedad civil mexicana deseosa de cambios pero refractaria a la vía armada.
El ascenso de los zapatistas siguió exactamente y en sentido inverso la curva del derrumbe del comunismo. No podían contar con Cuba ni con los sandinistas, la vieja jerga política ya no servía, no existía más un modelo. Es esta ruptura la que los obligó a improvisar, a inventar. Y su creatividad fue la que los hizo fuertes.
Pasados los enfrentamientos de los primeros 12 días de la rebelión, esta atípica guerrilla se abstuvo de realizar acciones militares ofensivas. Es cierto que ha sido un factor adicional de divisiones locales, pero no fue la principal responsable de la violencia de los últimos años en Chiapas. La "primera guerrilla post comunista" (Carlos Fuentes) se puso como objetivo inventar una cultura política que combinara demandas sociales, derechos culturales y exigencia ética. Con la ayuda de redes de simpatizantes zapatistas y de las nuevas tecnologías, esta netwar social, esta "primera guerrilla de la era de la información" (Manuel Castells), emprendió la tarea de transformar en una guerra de símbolos la violencia indígena contenida. Ambición e innovación que mucho pesaron en su impacto nacional e internacional entre 1994 y 1996. Sin embargo, el zapatismo no fue relevado por las grandes movilizaciones sociales que esperaba. En cambio, estos últimos años consagró casi toda su energía a resistir en un clima de guerra larvada en Chiapas (provocaciones gubernamentales, ocupación militar masiva, terror paramilitar, exacerbación de conflictos intra-comunitarios), y en un contexto nacional dominado por la cuestión electoral.
Desde la irrupción de Marcos y los zapatistas hace ya casi siete años, nunca han faltado las voces que anuncian y desean su fin inminente. Pero si bien los zapatistas sufrieron fuertes golpes, también lograron atravesar las tormentas y turbulencias que siguieron a la interrupción de las negociaciones a fines de 1996. Ahora que sus peores enemigos perdieron el poder y parte de su capacidad nociva, Ƒserán capaces de reunir los pedazos de una sociedad local fragmentada y reaparecer en la escena nacional e internacional? Muchas cadenas se han roto y se romperán, liberando espacios para las necesarias y hoy posibles recomposiciones. El retroceso de la izquierda clásica coloca además a los zapatistas en una situación de expectativas y mayores responsabilidades.
El viejo mundo terminó, los poderes y las ideologías estatistas que dominaron el siglo XX quedaron atrás. El zapatismo es un comienzo. Su eco se escucha en el aumento de las luchas contra la globalización neoliberal: en Seattle, en Ecuador, entre los mapuches de Chile, en la localidad francesa de Millau. Sin embargo, este eco se ha debilitado en los últimos años y sólo rencontrará su fuerza si los zapatistas logran aprovechar la nueva situación mexicana, y en especial el nuevo contexto chiapaneco. La pregunta es: Ƒpodrán lanzar propuestas de peso? De lo contrario se desgastarán en conductas defensivas frente a las iniciativas que seguramente tomará, después del primero de diciembre, un gobierno deseoso de desmarcarse de la calamitosa gestión del PRI frente al conflicto chiapaneco.
* Este artículo se publica en La Jornada con la autorización de Le Monde des Débats.