LUNES 16 DE OCTUBRE DE 2000

 

Ť Javier Wimer Ť

El embajador y el ombudsman

los años que ha pasado en México el embajador de Estados Unidos, Jeffrey Davidow, no han mejorado su conocimiento de las normas diplomáticas pero sí, al parecer, han elevado el nivel de su modestia. Llegó con aires de procónsul liberal y ahora se presenta como un ombudsman independiente.

Verdad es que nadie lo nombró para tal cargo y que nadie sabe cómo se constituyó en parte de un asunto que no le concierne, pero que no demerita, sin embargo, el fondo de su acción humanitaria. La semana pasada el gobierno expulsó o deportó con gran diligencia a un cubano que ni tiempo tuvo de despedirse de su familia. Las autoridades competentes dicen en voz baja y los periódicos escriben en letra alta que se trata de un espía que se había infiltrado en los servicios secretos estadunidenses.

El gobierno se deshizo del cubano con todo el rigor y la opacidad que permite el artículo 33 constitucional. El suceso provocó un justificado escándalo, el rechazo de algunos organismos no gubernamentales y la sorpresiva protesta del embajador estadunidense, preocupado, como el que más, por la violación de los derechos humanos.

Su gesto, audaz y generoso a un tiempo, no fue bien recibido por nuestras autoridades, en general, ni por el subsecretario de Población, en particular, quien le reclamó con acrimonia su proceder y su insana pasión por los derechos de los cubanos. Le recordó que México es un país soberano y lo invitó a que se preocupara por la violación de los derechos de nuestros compatriotas en territorio estadunidense. No le ofreció, en cambio, la reciprocidad que convenía al caso y que consistiría en instruir a nuestro embajador en Washington para que protestara ante el Departamento de Estado por los canadienses que expulsa o deporta la migra.

Si prescindimos del lado chusco que tiene este episodio, son varias las reflexiones que suscita. La primera es que no estamos frente a un caso de omisión deliberada de las formas diplomáticas o de una provocación maliciosa sino, posiblemente, del gesto de impaciencia de un hombre ablandado por años de dulzona convivencia con los mexicanos, por años de andar en la niebla de las bromas de coctel, por años de adaptación a los usos y costumbres de un país extranjero. En el estilo de esos ingleses escépticos que Graham Green coloca en escenarios pintorescos.

Más atractiva resulta la hipótesis de que los agentes mexicanos se adelantaron a los estadunidenses y les arrebataron la presa, lo que desencadenó la cólera y la insólita reacción del embajador. Pero si éste dijo a mitades y de mala manera lo que quería decir, si lo movió la indolencia tropical o la ira, es necesario que la cancillería le haga saber que ni el TLC ni nuestra notoria necesidad de recursos financieros nos convierten, todavía, en protectorado o en colonia estadunidense.

Pero con toda su impertinencia, el hecho que denuncia el embajador en funciones de ombudsman constituye, en efecto, una violación de las garantías individuales del antiguo cónsul cubano. Garantías que reconocen a los extranjeros el artículo primero constitucional y los tratados internacionales que en la materia nos obligan pero que les niega, de modo categórico, el famoso artículo 33, verdadero monumento del absolutismo presidencial a cuya sombra puede prosperar cualquier exceso.

Agrego que el cubano tenía cartas para quedarse entre nosotros. Su matrimonio con mexicana le facilitaba la naturalización, de acuerdo con el artículo 30 constitucional, y el rompimiento con su gobierno le permitía presentar una consistente solicitud de asilo. Sin embargo, perdió la partida y la opinión pública no sabrá si fue por verdaderas razones de Estado o por encubrir enredos personales propios en su medio profesional.

El artículo 33 además de arbitrario resulta anacrónico porque ya no sirve para defendernos de las conspiraciones extranjeras y porque es incompatible con las normas internas e internacionales de derechos humanos. Debe reformarse para que las expulsiones o deportaciones de extranjeros se regulen por medio de sumarios judiciales y para que se limite a casos excepcionales la facultad discrecional del Poder Ejecutivo.

El uso y el abuso de esta disposición se relaciona con la práctica creciente de reducir a un mero trámite policiaco la entrega o recepción de presuntos terroristas o delincuentes en nuestras fronteras y aeropuertos. Esta práctica, que anula la extradición y el asilo, resulta una fácil manera de evitar engorrosos trámites judiciales, pero también de contribuir a la creación de una sociedad paralela, de una sociedad capaz de crecer a expensas de la nuestra y de aniquilarla.

Por eso debe ser política de Estado, no sólo de éste o del siguiente gobierno, combatir la comodidad de rutinas administrativas que transgreden principios y normas legales. Mal puede la autoridad que atropella la ley exigir su cumplimiento.