DOMINGO 15 DE OCTUBRE DE 2000

 


Ť Angeles González Gamio Ť

Huellas del pasado

Uno de los aspectos fascinantes de la ciudad de México es que conserva múltiples huellas del pasado. En el Centro Histórico resulta cautivador descubrir las antiguas acequias, en el trazo ondulante de algunas de sus calles. Ese es el caso de República de Perú, vía que serpentea a las espaldas del hermoso templo de Santo Domingo y penetra en las entrañas del añejo barrio de La Lagunilla. Desde siempre rumbo de cierta modestia, no entró en la especulación inmobiliaria que se dio en otras áreas, como el llamado sector financiero, lo que le permitió conservar espléndidas construcciones de siglos pasados, muchas de ellas de departamentos, pero al igual que las casonas unifamiliares, la mayoría tienen su patio y balcones con bellas rejas de hierro forjado. Convertidas en vecindades deterioradas, están a la espera de que se les restaure, devolviéndoles su dignidad y esplendor, pues la nobleza y hermosura, aunque sucia y maltratada esta allí y conmueve advertirla.

Cuando todavía pasaba por allí la acequia, alrededor de 1675, en una de esas edificaciones sucedió un incidente que habría de conmocionar a la ciudad, según nos relata don Luis González Obregón, uno de los mejores cronistas que ha tenido la capital. Cuenta que en la casa número 3, de la calle entonces llamada Puerta Falsa de Santo Domingo, ahora número 100, de Perú, vivía un clérigo "amancebado" con una señora. Su gran amigo, un herrador, preocupado por la situación pecaminosa, en repetidas ocasiones lo exhortó y le dio sanos consejos para que abandonase la senda torcida; sin embargo el amor mundano fue más fuerte y el religioso continuó su romance.

Cierta noche en que el buen herrador estaba ya dormido, escuchó llamar a la puerta del taller con descomunales golpes. Al abrir se le aparecieron dos negros que conducían una mula y un recado del clérigo, suplicándole que herrase inmediatamente la bestia, pues muy temprano tenía que ir al santuario de la Virgen de Guadalupe. Aunque de mal talante por la hora, aprestó los enseres del oficio y clavó las herraduras en las cuatro patas de la mula. Concluida la tarea, los negros se llevaron al animal dándole tan crueles y repetidos golpes que el herrador indignado les llamó la atención.

Al día siguiente, muy de mañana, se presentó el herrador en casa del cura, para averiguar el porqué de su prisa en ir al santuario; cuál sería su sorpresa al advertir que el amigo y la manceba continuaban en el lecho. Ante la reclamación del herrador, el clérigo aclaró que él no pensaba ir al santuario, ni había mandado a nadie a herrar su mula. Mientras cavilaban sobre quién sería el autor de tan mala broma, trataron inútilmente de despertar a la mujer; al destaparla vieron horrorizados que estaba muerta y en cada una de las manos y de los pies se hallaban las mismas herraduras que había puesto a la mula el buen herrador.

De inmediato llamaron al sacerdote de la cercana parroquia de Santa Catarina, y a otros dos respetables párrocos carmelitas, quienes declararon que los negros eran demonios que llevaron a la infeliz mujer, transformada en mula, a recibir el brutal castigo y acordaron que se enterrase en la misma casa. El clérigo pecador huyó de la ciudad y nunca se volvió a saber de él. Por su parte, el virtuoso cura de Santa Catarina que testimonió el hecho, vivió hasta los 84 años y refería el caso con asombro.

La parroquia de Santa Catarina Mártir, que fue una de las tres primeras que hubo en la ciudad en el siglo XVI, sigue en pie frente a una linda plaza, que durante el virreinato fue sede de uno de los mercados más importantes de la capital. Ahora con fuentes y sombreada por voluptuosas jacarandas, luce una estatua en bronce de Leona Vicario, la valerosa mujer que tuvo importante participación en el movimiento independentista. A escasas tres cuadras, en la plaza de Santo Domingo, queda la casa en donde vivió con su esposo, Andrés Quintana Roo, ahora dedicada a Centro de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes.

Y ya que estamos en esa soberbia plaza, vale la pena recordar que a unos pasos, sobre la calle de Belisario Domínguez, se encuentra la hostería de Santo Domingo, que ahora ofrece cotidianamente su exquisita pechuga en nata, que antes era platillo exclusivo de los domingos. De postre, sin duda un nuevo real, esa antigua golosina mexicana navegando en un dulce néctar levemente envinado, que se prepara con la receta de las bisabuelas.

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