DOMINGO 15 DE OCTUBRE DE 2000

 

Ť Néstor de Buen Ť

Contra la corriente

En esta semana salinesca, con detalles de silencios y escándalos, lo que ha predominado son los ataques del más alto nivel, de Carlos Salinas contra el presidente Zedillo, en mi concepto injustos, y el aún indeterminado pero sospechable en contra de Carlos Salinas, aprovechando la más famosa grabación ilegítima que se ha conocido en los últimos años. Con notable olor a represalia.

Los dos o tres primeros días, a pesar de las guardias prolongadas a las puertas de la casa de los suegros, los compañeros reporteros de medios escritos, audibles y visibles no lograban informar más que de la identidad de algunos visitantes y de las entradas y salidas de carros con vidrios polarizados. La presencia de Carlos Salinas, evidente y cartelera, no se convertía aún en algo interesante.

Después hemos tenido noticias para rato. Primero el encuentro con el dúo peligroso: Héctor Aguilar Camín y Joaquín López Dóriga, a quienes felicito con entusiasmo por su formidable entrevista. En medio, la publicidad notoria y notable del famoso libro del que leímos extractos en la prensa. Y para remate, la conversación fraternal que ha sorprendido a todos, particularmente a los defensores de Raúl Salinas, a quienes la actuación telefónica de su defendido no ha dejado nada satisfechos.

Creo que Carlos Salinas, a quien le sobra inteligencia, no midió los efectos de su actitud casi arrogante, en plan poder, con Héctor y particularmente con Joaquín. Perdió una espléndida oportunidad de abrir un mercado de simpatía. A lo mejor su asesor de imagen estaba de vacaciones. Sus miradas hacia la cámara, como en los primeros tiempos de la tv, olvidando a sus interlocutores, no fueron felices. El gesto duro y el ademán como si aún ejerciera el mando supremo. Y en cuanto al libro, visible parcialmente en la prensa y por lo que él mismo dijo me parece que expresa más rencores que razones. Lo voy a comprar ya y lo leeré aprovechando un viaje inmediato a España.

Pero sobre las impresiones negativas, me domina un sentimiento de pena, no exento de simpatía, por un hombre que vive una etapa enormemente complicada. Entre el triunfo aparente, roto por un primero de enero inolvidable y un año de 1994 en el que la firma del TLC no pudo superar los gravísimos problemas que se presentaron, y un exilio precedido de divorcio, cárcel del hermano, huelga de hambre y críticas profundas, hay un largo espacio de amarguras y de frustraciones. Y a pesar de que Carlos Salinas es un hombre que mantiene una fortaleza física evidente, lo que se ha hecho patente en estos días es que ha perdido la serenidad y el férreo control sobre sí mismo que lo caracterizaba.

Traté muy poco al presidente Salinas. Tuve una gratísima entrevista con él, provocada por Luis Donaldo Colosio, cuando se acercaba la discusión del acuerdo paralelo al TLC y el presidente quería conocer personalmente a ese personaje que le recomendaban como laboralista, y del que seguramente tenía dudas por las evidentes discrepancias políticas. Char-lamos más de media hora en Los Pinos y fue evidente la simpatía mutua, que no acabó en tuteo de milagro.

Confieso que tengo un gran respeto por la inteligencia, cualidad que me parece fundamental, sin olvidar otras como la serenidad, el valor y la simpatía. Carlos Salinas, como lo recuerdo, me comprobó su inteligencia, su serenidad, su gran capacidad de comunicación y su enorme simpatía, aunque a muchos esto les pueda parecer absurdo. Volví a verlo unos días después de la entrevista, porque me invitó a una de sus famosas giras de fin de semana, en que le oí pronunciar discursos sencillos frente a grupos de Solidaridad, en Los Azufres, en la sierra de Michoacán; discursos de compromiso político, con el SUTERM en Irapuato; casi una conferencia de profundidades económicas, frente a un grupo muy selecto de industriales, en Guadalajara; y como remate, en Durango, con voz de mitin populachero, una intervención notable ante una multitud de miembros del Partido del Trabajo que enarbolaban banderas rojas, en un espec-táculo digno de los viejos mítines obreros.

Me molestó profundamente oír la famosa grabación. Me pareció la violación más infame del derecho a la intimidad y participo de lo que ha dicho Raúl F. Cárdenas, uno de los defensores de Raúl, de que no tiene el menor valor jurídico, porque es una prueba obtenida ilícitamente. Y creo posible, sin que ello implique desconocer responsabilidades de Carlos Salinas, que las palabras de Raúl hayan sido dictadas más por el rencor frente a las declaraciones de su hermano que por un estricto apego a la verdad. No quito ni pongo rey, pero hago presente mi protesta jurídica y humana ante esa flagrante invasión de la intimidad.

Ojalá que Carlos Salinas de Gortari tome la mejor decisión que, en este momento, no me parece coincidente con su regreso inmediato a casa. Cuando se abren heridas de ese tamaño, lo mejor es el reposo y la recuperación del espíritu. Y, tal vez, el entierro del hacha de la guerra. Los mexicanos merecemos la paz.