DOMINGO 15 DE OCTUBRE DE 2000

 

Ť Rolando Cordera Campos Ť

Estado frágil, estado de alerta

El país y sus políticos tienen que plantearse con urgencia la cuestión del Estado que se necesita, para dejar atrás la superchería liberaloide que no piensa en otra cosa que en su desaparición. Necesitamos un Estado fuerte, y probablemente mayor que el que hoy se tiene, si es que en verdad queremos saltar con bien las trampas de fuego que el viejo régimen nos pone a diario, con toda la tersura que los soñadores de la democracia instantánea quieran imaginar.

No hay estado de derecho que soporte las tensiones a que ha sido sometido el Estado posrevolucionario a lo largo de este duro fin de siglo y de ciclo. Las reformas salinistas fueron profundas no sólo en materia de estructura económica sino a todo lo largo del tejido institucional, pero no desembocaron en un fortalecimiento de los órdenes jurídico y político, que de todas formas conmovieron y removieron. Entonces, como ahora mismo, el presidencialismo fue usado con toda su fuerza para gobernar la economía y contener la ola social que esas mutaciones provocaron y aún provocan, pero lo que resultó no fue un nuevo régimen sino una democracia débil, desde el punto de vista de las instituciones que deberían darle cuerpo y sentido, así como un entramado estatal cada vez más frágil.

Vivimos, qué duda puede caber hoy, los estertores de un orden político caduco, pero su relevo está apenas en el horizonte. La democracia alcanzada y confirmada el 2 de julio no alcanza, por sí misma, para darle a la ciudadanía, y a muchos de los que quieren hacer empresa en México, la seguridad requerida. Todo está en el aire y no se va a remediar con andanadas punitivas que, para colmo, se llevan a cabo al margen y aun en contra de la ley.

Las vendettas no nos hablan sólo de proclividades mafiosas; eso sólo lo puede imaginar un mal lector de Mario Puzo o un pésimo espectador de El Padrino. El Rififí presidencial de estos infaustos días más bien nos habla de una forma de gobierno putrefacta que es incapaz de darle a las pasiones el cauce mínimo para que no ponga a los intereses nacionales, así como a los particulares, en permanente estado de alerta, a la defensiva y en disposición lamentable a la fuga.

No se van a poner de acuerdo en lo que queda de la cumbre política si no hay desde el llano el reclamo indignado, pero ilustrado por la política democrática, de un convenio firme en torno a la necesidad de recrear el Estado y enfilar sus maquinarias hacia la convivencia democrática. La irresponsabilidad de las elites gobernantes no podrá superarse si los actores previstos por el libreto democrático no se asumen como tales. No es verdad que la democracia sea sólo conflicto o casino, mucho menos que pueda reproducirse como si fuera un mercado de esos que inventan los libros de texto de economía y la nueva politología.

La democracia supone pactos fundadores y éstos no se han dado en México. Por eso se han impuesto el litigio y la tentación, para el Estado mismo y sus gobernantes, de arreglar los pleitos a la "legalona", pasando por encima del compromiso formal con la ley y su respeto. Insistir en la legalidad no puede verse como un intento o un subterfugio para esconder delitos mayores. Pero no vamos a poder enfrentar a estos últimos, que se apoderan de la vida civil al menor descuido, si so pretexto de su combate pisoteamos el más elemental de los procesos jurídicos que nuestros defectuosos códigos prevén.

De todo esto se ha hecho en estos días, y lo malo es que ha concitado apoyos y celebraciones. No hay nada que celebrar, salvo el pírrico espectáculo de un viejo sistema que se hunde junto con sus hijos, sin contemplación alguna por sus víctimas y por quienes hoy sufren los estragos del cambio mayúsculo que se dio a pesar de todo.

Invocar el estado de derecho no sirve de mucho. Llegó la hora de asumir que eso sólo será realidad si se le entiende como una construcción de la voluntad y de la razón política, y de inmediato ponemos todos manos a la obra. La transición rosada sigue, pero ahora morada, y en un descuido se nos pinta de negro.