VIERNES 13 DE OCTUBRE DE 2000

 

Ť Jorge Camil Ť

 

Oro olímpico

el verdadero oro olímpico no está en las medallas. Está en los redituables negocios que se realizan bajo los auspicios y con el beneplácito del Comité Olímpico Internacional (COI). Los atletas sobresalientes, antes descalificados por el simple hecho de escuchar ofertas tentadoras de equipos profesionales o de posibles patrocinadores, llegan hoy precedidos por contratos multimillonarios de quienes aprovechan el súbito y fugaz entusiasmo olímpico de 2 mil millones de seres humanos para vender, sin ningún recato, teléfonos celulares, automóviles y refrescos de cola.

Cada medallista olímpico es una empresa mercantil que viaja celosamente resguardada por sus propios masajistas, entrenadores, médicos, agentes de relaciones públicas y una nube de cronistas deportivos a quienes se les han prometido entrevistas exclusivas a la hora de las medallas y de los himnos nacionales. Los mejores traen "escritores fantasmas" que preparan manuscritos biográficos al vapor (de los que después se venden en ediciones de bolsillo en las cajas de los supermercados), a los que sólo les falta el toque final de un epílogo melodramático sobre los laureles de la victoria o la agonía de la derrota.

De la cobertura de los medios electrónicos es preferible no hablar. La exclusividad de la "señal olímpica" fue subastada por sumas estratosféricas, para que un puñado de cadenas de televisión hicieran con ella todo, menos informar oportunamente a los aficionados.

En Estados Unidos, por ejemplo, decidieron transmitir, en hora pico y en forma diferida, únicamente aquellas competencias que más se venden, y en las que por supuesto participaban los ídolos de ese país (con lo cual Soraya, en el esotérico deporte de la halterofilia, y Noé Hernández, en la ahora euromexicana disciplina de caminata, pasaron de noche).

En México, por el contrario, la hora pico fue utilizada para vender cervezas y refrescos con el atractivo de mujeres espectaculares, comediantes y documentales sobre la fauna australiana, para después transmitir las competencias en tiempo real, a partir de la media noche: un desacato al principio de "mente sana en cuerpo sano".

Contagiados por la fiebre del oro olímpico calificamos la descalificación de nuestro marchista estrella como un delito de lesa patria, y al hacerlo abandonamos el ámbito del deporte para iniciar un debate político que empañó el oro bien ganado de Soraya Jiménez y le restó mérito a la plata reluciente de Noé Hernández. En un arrebato de machismo le otorgamos a Bernardo Segura una medalla populachera, y le prometimos un puesto público que en nuestro entorno político seguramente hará palidecer las cinco preseas de la gacela estadunidense, Marion Jones. Con eso, el deportista "despojado" pasará a formar parte de nuestra leyenda nacional, habitada por los campeones sin corona que alcanzan únicamente la gloria de un Olimpo virtual, por culpa de supuestos jueces venales, túneles tenebrosos y la eterna "mala voluntad". Al final obtuvimos seis medallas, todas ellas meritorias, pero Ƒson muchas o pocas? Es imposible saberlo sin conocer el secreto mejor guardado de Mario Vázquez Raña: el verdadero costo de la participación mexicana.

Un incisivo analista deportivo comentó recientemente, y con razón, que los juegos han dejado de ser "la fiesta de los atletas" para convertirse en "la bacanal de los patrocinadores corporativos". Y en medio de esa vorágine de atletas multimillonarios, drogas y la arrogancia cada vez más ofensiva de los atletas estadunidenses (a quienes "el mundo ha aprendido a odiar", según Sal Ruibal de Usa Today), los escasos triunfos de nuestros verdaderos atletas trascienden el inerte valor de las medallas.

Por eso ha comenzado a tomar fuerza el clamor de una teoría minimalista de los juegos, para regresar a los tiempos en los que representaban una limpia justa deportiva, sin el cinismo de los dream teams, entre los mejores atletas amateur del planeta. Es una lástima que uno de los mejor organizados juegos olímpicos, en una de las más bellas ciudades de la tierra, haya resultado manchado por el mal arbitraje, la xenofobia, el revanchismo, la arrogancia de los vencedores, el desacato a la bandera estadunidense (cortesía de algunos ensoberbecidos velocistas de ese país), las drogas y la perenne sombra de duda sobre la honorabilidad del COI. En opinión del periodista Sal Ruibal el lema olímpico de Citius, Altius, Fortius (más rápido, más alto, más fuerte) debiera modificarse para añadir obnoxius (más repugnante). Ť