VIERNES 13 DE OCTUBRE DE 2000

 

Ť Horacio Labastida Ť

China eterna en México

con indudable acierto, Vicente Lombardo Toledano escribió en diciembre 2 de 1930, al destacar el sentido humanista de la Revolución Mexicana (Universidad de México, t I, no. 2), que a diferencia de otras inquietudes sociales la revolución es siempre una exaltación de los valores espirituales en el propósito de crear un porvenir mejor, más justo, más humano; y esto es precisamente lo que consumaría Mao Tse Tung, hacia 1949, año en que purgó de China a los invasores japoneses y a los traidores del Kuomintan, fuertemente orientados y apoyados por el ejército estadunidense. Al expulsar los comunistas de China las múltiples formas de opresión extranjera, que perversamente consintieron los postreros emperadores de la dinastía Ching, Qing o Manchú, antes del triunfo demócrata de Sun Yat-sen (1912), la soberbia cultura de un pueblo maravilloso, el chino, restauró en el mundo sus propios valores e hizo comprender a los demás que la patria de Confucio (551-479 aC.) es en lo fundamental un proyecto redentor de los pueblos, ajeno a la explotación de los unos por los otros y propicio al goce equitativo de los bienes materiales y culturales, sin excepción alguna, proyecto que hasta el presente no se ha perdido en el marco de un esfuerzo inaudito y sin precedente por armonizar las ciencias y técnicas del dominio de la naturaleza con una cultura de perfeccionamiento de la sociedad por medio de la realización, en la historia, de las virtudes humanas. Quizá sea esto lo que significa el socialismo chino proclamado por Deng Xiaoping y estructurado en el Programa Decenal de Desarrollo Económico y Social (1991-2000), aprobado por el actual gobierno de ese país. Si la tesis del mercado socialista enfrenta con ventura las tremendas presiones expoliantes del capitalismo trasnacional, pronto surgirá en el planeta un camino innovador hacia lo que Lázaro Cárdenas llamó una civilización justa.

La grandeza de China está fuera de cualquier incertidumbre; su sorprendente unidad cultural cumple en este siglo XXI más o menos 4 mil años de existencia, a contar del reino Xia (c.2000 - c.1520 aC) hasta la presente República Popular presidida por Jiang Zemin, el sucesor de Xiaoping, unidad que no tiene semejanza alguna en otras culturas: China es China desde hace 40 siglos, y en todo este impresionante tiempo, que por supuesto no incluye a las comunidades antecesoras del neolítico superior, los chinos se sienten chinos, a pesar de las no pocas divisiones de la nación y de los invasores extranjeros que en todo caso terminaron sinizándose. Antes de la cuarta y última unificación registrada durante la dinastía Sung (960-1279 dC), que hizo posible entre otros el florecimiento Ming (1368-1644 dC), ocurrieron tres graves particiones y tres grandes unificaciones, las representadas contando de adelante hacia atrás por las dinastías Tang (618-906 dC), Sui (581-618 dC), Chin (265-420 dC) y la Qin o Chhin (221-207 aC), que hizo posible el florecimiento de la dinastía Han (202 aC-220 dC), tiempo casi infinito en el que China impuso su recia personalidad sobre invasores tan poderosos como los tártaros de la época Liao, los Tangut tibetanos de los años Hsi Hsia, los mongoles de la dinastía Yuan (1260-1368 dC) y los ya citados manchúes (1644-1911 dC) anteriores a la república.

Y en ese aparente mare mágnun cultural, sujeto en todo caso a los valores sínicos, destaca la breve dinastía Qin --sólo duró alrededor de 14 años--, porque su emperador Qin Shi Huang o emperador amarillo fue quien sujetó a los reinos combatientes (Chan Kuo, 480-221 aC) de la desintegrada dinastía Chou o Zhou, época declinante en que se cultivaron las filosofías clásicas de Confucio, en los últimos tiempos del periodo primavera y otoño (722-480 aC), de Mo Zi, nativo del reino Lu, de Lao Zi llamado Er, y la del sabio Mencio, que vivió entre los años 372 y 289 aC, grandeza intelectual sólo comparable a la ateniense del siglo V aC. El emperador vivía en Xian, capital de su reino, y obsesionado por la inmortalidad reconstruyó en la falda de la montaña Li, el universo que lo cobijaría para siempre bajo sus estrellas de cristales maravillosos y entre mares de mercurio, defendido por los ejércitos de terracota que hoy, en el Museo de Antropología de nuestra capital, exhiben la serena valentía con que han guardado por tiempos inmemoriales la tumba del imponente jefe Qin, que puso punto final a los antiquísimos Tres Reinos (Xia-Yin-Chou) y contempló el amanecer de la eternidad sínica en la historia universal. Ť