MIERCOLES 11 DE OCTUBRE DE 2000

 

Ť Luis Linares Zapata Ť

Globalifóbicos informados

La globalización, como una realidad que marca la actualidad mundial, se despliega en variados órdenes de la convivencia organizada procreando opositores, a su paso, y ya muestra con suficiente claridad muchas de sus facetas negativas. Por el lado de los oponentes y contrabalances, encontramos que entre 1909 y 1989 el número de organizaciones internacionales creció de 37 a 300; pero sus similares civiles, las no gubernamentales de ese mismo alcance, pasaron de 176 a 4 mil 624. Y estos datos no incluyen las nutridas como recientes formaciones de rebeldes que se han agrupado a través de las redes de Internet (Seattle y Praga). Por lo que toca a los resultados que suponen los mismos objetivos, las inversiones de los países desarrollados en los periféricos son menores hoy a las de hace cien años. Con estos solos datos en la mano, se puede sujetar a dura crítica y revisión todo ese montaje y afanes de adaptar, al costo que sea, toda la estructura económica interna de las naciones para la disputa por capitales que, cuando al fin llegan, sólo se estacionan para luego salir cargados con los altos rendimientos que se les han preparado de manera tan oportuna y servicial.

Pero también la globalización ha asentado sus pretensiones de pensamiento y estructura de dominación, ya no territorial como en el siglo XIX, aunque tan densa y centralizadora como los feroces imperios de esos depredadores y románticos tiempos idos. La ideología desplegada en derredor se concreta en políticas públicas subordinadas y hasta extralógicas que empiezan por atacar lo macro pero no se agota de ninguna manera en ello. Mucho de lo afirmado hasta aquí se ha venido difundiendo desde hace varios años, pero es hasta el final y principio de milenio que se cuenta con datos suficientes como para elaborar un diagnóstico aceptable de este fenómeno. Y lo que es todavía más relevante, para conformar una visión abarcante y precisa en sus contenidos, tonos y referentes como para que se le pueda utilizar en aquellos niveles hasta ahora inermes a sus acciones: los Estados nacionales que tanto debilitan y, sobre todo, las ciudades y los millones de personas concretas a las que se afecta.

La globalización, en su vertiente financiera, quizá la versión más refinada de ese proceso, se consolida allá por los inicios de los años 80. Más precisamente después de la crisis de pagos mexicana. A partir de entonces, las decisiones e influencia del G7 (privilegiado grupo de países definitorios de políticas) le dan el gran viraje a las instituciones multilaterales (Banco Mundial, FMI, OMC) para que presionen e impongan, en los demás países necesitados de sus ayudas, el paradigma de la obligada inserción de los mismos en la globalidad. Se tienen que dejar, para ello, las pretensiones anteriores de perseguir el desarrollo, induciendo desde los distintos órganos de gobierno, planes y programas que lo propicien. A partir de ese momento la tarea de los Estados nacionales deberá concentrarse y extinguirse en la búsqueda de mecanismos y ambientes para su adecuación a una realidad supranacional inevitable. Condicionamiento que les asigna variadas formas de utilizar sus ventajas comparativas en un mundo donde la eficiencia es el referente de la competencia. Es decir, abrir los mercados, privatizar todo, desregular y facilitar la movilidad del capital. Los resultados están a la vista: distribución crecientemente desigual (la brecha entre pobres y ricos a nivel mundial era, en 1970, de 363 a 1; entre 80 y 95 subió hasta 417 a 1, mayor pobreza, menor capacidad para sostener el crecimiento, nula o poca investigación, identidades acosadas, desempleo, menguada soberanía, mayor dependencia financiera y debilidad de los Estados nacionales para garantizar aceptables niveles de vida a sus poblaciones.

La cuestión que se presenta delante de las naciones, adonde estos procesos de deterioro pueden ser fácilmente observados, no radica, tampoco, en el aislacionismo o el pleito frontal contra la globalidad al identificarla como un mal per se. De lo que se trata es de insertarse de tal manera que se aprovechen sus amplias oportunidades de intercambio y progreso que ella conlleva. Averiguar quiénes son los potencialmente perdedores para diseñar mecanismos de protección. Identificar cuáles son las potencialidades particulares de cada región para explotarlas al máximo. Modificar los obstáculos a la eficiencia, pero no a costa del sufrimiento y la marginación sin contemplaciones y como un costo que es imposible evitar. El secreto de ello bien puede encontrarse en el vigor de las ciudades. Es en lo local donde las consecuencias de la globalidad se sienten con mayor rigor y es ahí, precisamente, donde se pueden diseñar e implantar formas adecuadas para una competencia global. El cosmopolitismo de las localidades se presenta como un requisito mínimo para una adaptación exitosa. Para ello habrá que trabajar ardua y conscientemente en un programa que descubra las líneas estratégicas regionales y municipales, y donde el provincianismo y la improvisación sean asuntos del pasado.