LUNES 9 DE OCTUBRE DE 2000
Ť José Agustín Ortiz Pinchetti Ť
Presidencia monárquica: raíz profunda
Quienes criticamos la lentitud (que llega ya a parálisis) de las fuerzas políticas ante la tarea colosal de desmontar la presidencia monárquica deberíamos de ser un poco más sensibles a las resistencias que van a encontrarse. Algunas de ellas tendrán que ver con la raigambre histórica de esta institución.
Echemos un vistazo para ver cómo funciona la presidencia al iniciarse el siglo XXI. Los extranjeros que visitan Los Pinos para atender negocios en el más alto nivel del gobierno mexicano se impresionan con las características contradictorias de este centro de poder. Por un lado, su modernidad eficientista, pero por otro, cierto arcaísmo fastuoso. Cuando penetran en la residencia presidencial de México se percatan de que están ante un núcleo de poder político de primera magnitud con sus imágenes de solidez, prosperidad, limpieza. Todo asombrosamente bien organizado, digno de cualquiera de las naciones más adelantadas del mundo.
A la vez, todo lo que perciben, en algún sentido, no corresponde a una república contemporánea. Tiene un aire excesivamente suntuoso y magnificente. Los mexicanos sabemos que conforme avanzó la decadencia del sistema político su pieza central, la presidencia, tomó un peso cada vez mayor en las decisiones colectivas y esto se expresó en el creciente boato de su sede.
Si nosotros nos tomamos el trabajo de comparar los espacios de la presidencia mexicana en 1999 con la corte virreinal del final del siglo XVIII, incluso si vamos más a lo profundo al sistema imperial de los aztecas, nos damos cuenta de que hay un fascinante parecido entre los estilos de gobernar. Pareciera que la presidencia mexicana fuera una heredera legítima de un orden político subyacente al que de modo misterioso la magnetiza.
En efecto, el presidente vive y ejerce el mando en una corte muy semejante a la real corte de los virreyes de la Nueva España. La corte virreinal era a su vez remedo y viva reproducción de la corte del Rey en Madrid. Más o menos en la misma forma como las instituciones mexicanas actuales intentan copiar los modelos de administración pública y de know how de Estados Unidos. Como antes la corte virreinal, Los Pinos están cercados con centinelas y garitas. En el interior del gran palacio (como hoy en Los Pinos) estaban las habitaciones del soberano y de su familia, con salas privadas en las que podía recibir a sus íntimos y salones públicos espléndidos para las grandes recepciones públicas.
La familia del presidente como la de los virreyes decide discrecionalmente a quiénes, cuándo y cómo recibir. No existe el control institucional de visitantes a la casa del Poder Ejecutivo propio de una democracia capitalista, finimilenaria. La Casa Blanca, por ejemplo, es invadida por turistas durante los días y horas hábiles sin que el presidente pueda evitarlo. En cambio, está dotada de un sistema de control de visitas privadas tan duro como el que tuvo que soportar el presidente contemporáneo, Bill Clinton, al que le dio tantos dolores de cabeza en su affaire con la señorita Mónica Lewisky.
Como los virreyes, el presidente mexicano de hoy, vive donde trabaja y recibe a miles cada año. Si en el palacio virreinal había un amplio y cómodo espacio para las caballerizas a las que llegaban volantes, furlones, calesas y carrozas elegantísimas, en la Residencia actual de Los Pinos hay estacionamientos privados, donde los visitantes selectos pueden guardar sus hermosas limusinas, Lincolns, Mercedes y Cadillacs.
Ni al presidente ni al virrey le faltaba nada dentro de la residencia, la que parece funcionar como una isla rodeada de un mundo caótico: hospedería, cavas, sastrerías, cocinas y juegos, todo está garantizado. Aunque hay que reconocer que este presidente en materia de deportes está mucho mejor dotado que un virrey. Hoy la Residencia tiene tres espléndidas albercas, campos de tenis, frontón, mientras que los virreyes de la época barroca se tenían que contener con un boliche.
En Los Pinos, al igual que en la corte real de México, hay un gran almacén de armas con crecido número de armamentos y pertrechos bélicos. Entonces hubo una capilla privada restaurada brevemente en época de López Portillo. También existe como antaño, una suntuosa sala para recibir besamanos y los gabinetes ultraprivados consagrados al despacho reservado. En Los Pinos, como en la antigua corte, pueden hacerse representaciones musicales de cámaras y por supuesto hoy existe además un pequeño cine ultramoderno.
Se dice que Los Pinos (como el palacio virreinal) no es un pueblo, pero si una casa de vecindad. Tal es el número de sus habitantes y asistentes, y los chismes e intrigas que circulan en toda aquella casona. Además de los caballeros, los empleados, choferes, cocineros y demás personajes más o menos equivalentes a los botilleros, lacayos, cocheros, palafreneros y mozos de estribo, galopines y fregatines del pasado. Bullen (como entonces) de día y de noche (pues las puertas no cierran casi nunca), todo género de personajes letrados litigantes, parlamentarios mayores, jefes de servicios, empleados administrativos o militares. Son los equivalentes a los oidores, escribanos, abogados, litigantes, alcaldes de casa y corte, alguaciles corchetes y verdugos del pasado.
Esta enorme población en la corte virreinal se debía a que en el real palacio funcionaban anexas las salas de la gran audiencia, los consulados, la real hacienda y la caja por supuesto las contadurías de impuestos. En nuestra época en Los Pinos terminan todos los circuitos de mando del gobierno. Se reproducen en conjuntos los distintos gabinetes. Bien dijo Echeverría que las "finanzas públicas se seguirán manejando desde Los Pinos".
Si en el palacio real de México los cuarteles y patiecillos servían para el alojamiento de los guardias de alabarderos. Hoy defienden la Residencia los Guardias Presidenciales con sus cuerpos militares que corresponden actualizados y tecnologizados a los antiguos.
El mundo diminuto y perfecto de la presidencia tiene un perímetro mayor a las 42 mil varas que medía hacia el último tercio del siglo XVIII el palacio de los virreyes.
Pero si intentamos calar más hondo podemos toparnos con una sorpresa. El estilo de gobernar de los presidentes monarcas del siglo XX se parece de modo extraordinario por lo suntuoso, y prepotente, a otra corte aún más antigua, a la de los tlatoanis aztecas. Sobre este tema fascinante platicaremos en una próxima entrega.