Ť VENTANAS
En la cancha de San Judas, frente a la bahía del puerto de Tumaco, siempre se había jugado al futbol sin reloj y sin zapatos. Al amanecer, los pies descalzos echaban a correr la pelota, y el partido concluía cuando el sol pegaba muy duro y ya los jugadores olían a carne asada.
El doctor Dorado, que creía en el progreso, contribuyó al desarrollo del deporte local donando un reloj enorme y unos cuantos zapatos de lona, marca Grulla, que había comprado en el remate de un turco de paso.
Los zapatos no estaban mal. Tenían ojales de metal, suela de caucho y armazón de poliuretano. Pero eran pocos y chicos: no alcanzaban para calzar a la multitud que jugaba en aquella cancha donde entraba quien quería y cuando quería, y sus medidas no tenían mucho que ver con los tamaños de los pies crecidos en libertad. Humberto, el hijo del doctor Dorado, lo recuerda así:
--Se decidió que cada jugador debía entrar en la cancha al menos con un zapato. Y hubo muchos ayayay: el pie calzado sufría, embutido en talla pequeña. Papá ayudaba, anestesiando pies con xilocaína.
Los jugadores cumplían, y entraban cojeando con un zapato puesto, pero al ratito nomás arrojaban fuera de la cancha ese tormento, que impedía sentir lo que la tierra decía y lo que la pelota quería. Y seguían jugando, como siempre, a pata pelada.
El reloj, que mandaba acabar la fiesta justo cuando se le empezaba a sentir el gustito, no tuvo mejor suerte. Harto de que nadie le prestara la menor atención, dejó de funcionar.