DOMINGO 8 DE OCTUBRE DE 2000
MAR DE HISTORIAS
La muerte y su sombra
Ť Cristina Pacheco Ť
A los cinco años, cuando empecé a mudar la dentadura, me sentí más identificado que nunca con mi abuela. Primero, porque a ella también le faltaban dientes, y segundo, porque en aquel momento adiviné que para los dos tenía un valor muy especial el árbol frente a la casa. Lo sembraron mis padres cuando cumplí un año, muy poco antes de irse a Estados Unidos. Puede decirse que crecí bajo dos sombras: la del árbol y la de una esperanza. "Tus papás volverán muy pronto". Esa era la voz de mi abuela Flora.
Arrimados con mi abuelita, ya viuda, vivíamos mi tía Herminia, su esposo Joaquín y yo. Ellos se comportaban como si fueran los dueños de la casa. Allí todo era siempre a su gusto, desde la distribución de los muebles hasta los horarios de comida o el destino de nuestros escasos paseos. No recuerdo que nos hayan pedido, a mi abuela o a mí, que opináramos acerca de los asuntos familiares. Menos lo hicieron cuando empezó a discutirse el destino de nuestro árbol.
A veces me gusta llamar a mi abuela por su nombre: Flora. En cuanto lo pronuncio recupero su olor, entre dulce y salado, y el brillo de sus ojos. Se acentuaba cuando me describía la ceremonia realizada por mis padres la mañana que sembraron el árbol: "Me lo encargaron mucho, como a ti. Quiero que regresen para que vean que cumplí mi palabra de vigilar que los dos crecieron muy sanos".
El árbol estaba tan cerca de la casa que en febrero y marzo sus ramas, movidas por el viento, batían la puerta con la urgencia de un visitante que quiere ser recibido. Un sábado por la tarde comprendí que la comparación era algo más que una fantasía. Mi abuela estaba sentada en el vano de la puerta viéndome jugar. De pronto un desconocido se detuvo, como casi todas las personas que pasaban por allí, a contemplar el árbol. Pero aquella vez su comentario fue distinto: "Tenga mucho cuidado. Esta especie crece de una manera tremenda". Como advirtió que Flora comprendía, se inclinó y señaló una fisura en la banqueta: "Sus raíces ya la están levantando. No tardan en meterse a la casa".
La dicha enorme que sentí ante la posibilidad de que el árbol se hospedara con nosotros desapareció a la hora en que Herminia y Joaquín regresaron de una boda. Incrédula mi abuela, les transmitió la advertencia del desconocido. Joaquín se precipitó a la calle. Cuando regresó intercambió con Herminia una mirada extraña que, por supuesto, nos excluía de su significado tanto a mi abuela como a mí.
Al día siguiente, en cuanto llegaron a visitarnos Josefina y Anselmo, mis otros tíos, Joaquín los llevó hasta el pie del árbol para mostrarles la fisura en la banqueta: "Puede tirarnos la casa". Al final de la comida, Anselmo, con el palillo entre los dientes y los párpados caídos, comentó: "No dejemos que ese árbol siga creciendo y se nos convierta en un problema". Joaquín se apresuró a recuperar la voz cantante: "Ya veremos". El otro se echó para atrás en la silla y enganchó el pulgar en el cinturón: "No tienes que darle muchas vueltas. El asunto se arregla matando al árbol. Es muy fácil".
Mi abuela les recordó que ese árbol lo habían sembrado mis padres: "Cuando ellos regresen, que digan lo que tiene que hacerse. Mientras tanto, seguirá donde está". "ƑAunque tire la casa?", preguntó Herminia, mordiendo las palabras con impaciencia. Me gustó que mi abuela se mostrara inflexible: "No le hace, no me importa". Joaquín se descuidó y mostró su voracidad: "A usted no, porque ya está grande, pero a nosotros sí".
Por primera vez me di cuenta de que mi abuela era como todas las personas y de que podía morirse. Entonces, como nunca antes, me sentí huérfano. Josefina intentó suavizar las cosas: "Florita, piense en los trabajos que usted y don Gelasio, que en gloria esté, pasaron para hacerse del terreno y de la casa. ƑVa a tirarlos a la basura sólo para conservar el árbol que sembraron Julia y Damián?". Herminia no quiso quedarse atrás y opinó: "Si estuviéramos seguros de que van a volver, de acuerdo; pero estamos en la incertidumbre total".
Mi abuela se volvió a mirarme y con voz ronca me pidió auxilio: "Mi cielo, Ƒqué te dice tu corazón de niño? ƑTus padres volverán?". Asentí y ella sonrió. Su triunfo duró hasta que Joaquín habló otra vez: "ƑCómo lo sabe? Ya en serio, Ƒquién nos asegura que aquellos piensan regresar o que no han muerto?". Herminia lo fulminó con la mirada. Anselmo y Josefina, creo que en atención a mis pocos años, protestaron: "No seas bárbaro". Joaquín se defendió: "No es algo que yo quiera. Ojalá que vuelvan, pero nada más piensen una cosa: hace años que no sabemos nada de ellos". Flora movió la cabeza desconsolada, me tendió un brazo y la ayudé a levantarse. Antes de que llegáramos a la puerta alcancé a oír la voz pastosa de Anselmo: "Si vuelven o no Julia y Damián, el problema es el mismo.
"ƑQueremos solucionarlo? Pues hay que matar el árbol".
Aquella noche casi no pude dormir. Pasé muchas horas inventando estrategias para contener el avance de las raíces o disimular los destrozos que fueran causando en su desplazamiento. En la alteración de la duermevela me pareció que sería fácil cubrir las grietas con cemento. Pronto me di cuenta de que todo eso era imposible. Entonces comprendí que mi abuela, el árbol y yo estábamos solos en el mundo. Recuerdo que me dormí llorando.
Durante algunos días nadie volvió a mencionar el árbol. Interpreté aquella tregua como prueba de que mis tíos habían recapacitado y estaban dispuestos a respetar la voluntad de mi abuela y a someterse al veredicto de mis padres cuando volvieran. Muy pronto comprendí que mi apreciación era errónea. Lo que sucedió fue que, a nuestras espaldas, se pusieron de acuerdo para matar el árbol. Para conseguirlo pidieron la ayuda de un amigo de Joaquín: se apellidaba Abundis.
Días antes de conocerlo, Herminia nos informó a mi abuela y a mí que en vez de la comida dominical, tendríamos un desayuno familiar al que estaba invitado Abundis. Flora quiso saber de quién se trataba. Joaquín le explicó que era un buen tipo y que antes de convertirse en entrenador de perros había trabajado en el bosque. Eso no cambió la expresión desconfiada de mi abuela.
El domingo estábamos a mitad del desayuno cuando apareció mi tía Josefina. Explicó su tardanza: "Cerraron la avenida porque había una carrera ciclista". Mi abuela preguntó: "Y Anselmo, Ƒno va a venir?". "Fue a buscar unas refacciones. Al rato viene. Quiere estar presente cuando...". Herminia carraspeó para desviar el curso de la conversación y luego huyó al patio: "Voy a tender las toallas ahorita que hay sol. Luego te caliento la machaca". Riendo, Josefina la siguió.
Apenas terminaron el café, Joaquín y Abundis se levantaron de la mesa. Quedamos solos mi abuela y yo. Pese al ruido del agua y los trastos oíamos el cuchicheo entre Josefina y Herminia. Mi abuela no se contuvo: "Ustedes, Ƒqué tanto hablan? Vengan a sentarse".
Supe que algo malo iba a suceder cuando Josefina me pidió que le dejara la silla junto a mi abuela. Obedecí. Ya sentada, alejó las tazas que estaban sobre la mesa y cuando la vio más despejada habló con determinación: "Mamá: queremos decirle que hoy vamos a arreglar lo del árbol". Flora parpadeó: "ƑArreglarle qué cosa?". Antes de responderle Josefina se mordió los labios: "Las raíces han crecido muchísimo. Cuéntaselo, Herminia".
Herminia corrió a sentarse del otro lado de mi abuela y le acarició la mano: "No quería decírselo, pero ya están saliendo por la alcantarilla del patio. Es un peligro". Grité: "No es cierto", y salí corriendo. Mi esperanza de que todo fuera mentira se desvaneció en cuanto vi que por la coladera salía un brazo de raíz.
Cuando regresé al comedor encontré a Herminia y a Josefina tratando de impedir que mi abuela saliera a la calle, a ver lo que estaba sucediendo con el árbol. La rescaté ofreciéndole mi brazo. Desde la puerta de la casa vimos a Abundis clavar un machete en el tronco del árbol. Mi abuela gritó: "Oiga, Ƒqué hace?". El tipo ni siquiera se volvió a mirarla cuando le respondió: "Del nacimiento para arriba voy a quitar unos veinte o treinta centímetros de corteza, suficiente para que en uno o dos meses el árbol se seque".
La agonía del árbol duró más de lo previsto por Abundis. La tarde que por fin lo arrancaron presentí la muerte de Flora y tuve la certeza de que nunca volverían mis padres. Así ocurrió.