SABADO 7 DE OCTUBRE DE 2000

 


Ť Jaime Martínez Veloz Ť

Baja California no es Disneylandia

El mágico mundo del color está muy lejos de Baja California. Por lo menos esa es la realidad subyacente en la entidad, a pesar del poderoso aparato de propaganda y publicidad desplegado con el informe de actividades del gobernador sustituto Alejandro González Alcocer.

Un riguroso análisis detallado del discurso de gobierno revela un mundo alejado de las cuentas alegres con que se pretende disfrazar la impericia oficial para manejar políticamente un estado tan complejo como el nuestro. En Baja California se repiten, como en ningún otro sitio, los vicios que el ejercicio del poder absoluto tanto criticaron rasgándose las vestiduras quienes ahora descalifican las críticas con argumentos endebles. Pretenden acallar la crítica calificando de politización la disidencia, sin notar ni por asomo que la administración de los asuntos de gobierno es esencialmente una actividad política, sujeta a un escrutinio detallado por parte de todos los actores y fuerzas con poder en una circunstancia y en un momento determinados.

En Baja California se han agudizado problemas cuya irresolución y descuido, sea por ineptitud o conveniencia, se retroalimentan en un proceso cuya dinámica tendrá su propia fortaleza, lo que llevará a que estos síntomas de descomposición adquieran naturaleza endémica. Actualmente, los problemas más graves que enfrenta la sociedad del estado son la institucionalización de la criminalidad y el enraizamiento de la violencia estructural. Y me refiero fundamentalmente a la sociedad porque somos todos los bajacalifornianos quienes sufrimos en carne propia la virtual renuncia de las instituciones de Estado a cumplir sus funciones mínimas vitales.

Asimismo, la gravedad del asunto adquiere su dimensión real por el estado de indefensión en que la sociedad parece quedar abandonada por su autoridad, cuya cabeza visible aún rehusa admitir la enorme responsabilidad a la que se debe. Y esta situación queda mayormente expuesta cuando este comportamiento es imitado por niveles subordinados a esta autoridad máxima. En la comparecencia del 4 de octubre ante el Congreso estatal, Juan Manuel Salazar Pimentel, quien además de concuño del gobernador sustituto es procurador de Justicia de Baja California, abusó del mágico mundo del color y pintó una seudorrealidad basada en retórica y buenas intenciones.

Sin embargo, obligado por las evidencias, Salazar Pimentel, digno representante político contemporáneo del orgullo de todos los nepotismos, amitió a regañadientes que la Cruzada Estatal por la Seguridad Pública fracasó por la debilidad en la coordinación de ese esfuerzo insti- tucional -esfuerzo del que era responsable. Atrapado con los dedos contra la puerta, fue evidente también que las cifras empleadas en el último informe de su familiar, el gober- nador sustituto, se emplearon amañadamente para disfrazar una realidad que oculta una terrible verdad: que virtualmente las instituciones del Estado han claudicado en su mínimo mandato natural de salvaguardar la integridad y la propiedad de los individuos.

Con melancólicos discursos moralistas que reflejan la añoranza de los viejos tiempos, cuando se amarraban los perros con longaniza y las novias usaban chaperonas, el procurador pretendió adjudicar a la sociedad su parte alícuota de responsabilidad en el florecimiento criminal causado, según su interpretación, por abandonar las buenas costumbres y descuidar los valores familiares. Interrogado sobre los tiempos para dar respuesta a la demanda ciudadana por seguridad, el procurador se rehusó a fijar tiempos, declaración acorde con el discurso oficial de González Alcocer sobre la imposibilidad para que su gobierno contenga y revierta en breve tiempo la criminalidad que, afirma, es heredada.

En esto ciertamente coincidimos muchos bajacalifornianos. La criminalidad y la violencia son heredadas, y los inmediatos gobiernos anteriores han sido de corte panista. Existe una correlación positiva, es decir, una relación causa-efecto entre el ascenso del PAN al gobierno y la escalada de los índices de inseguridad y violencia, que demuestran cómo la criminalidad se ha convertido en un ilegal poder político paralelo a las instituciones legalmente constituidas del Estado. Si a eso añadimos que existiesen vínculos comprobables de la operación de policías en la comisión de delitos y generación de violencia estructural, entonces supondríamos que ese ilegal poder político criminal opera al amparo de las instituciones de un gobierno ya sin legitimidad.