VIERNES 6 DE OCTUBRE DE 2000

 

Ť Silvia Gómez Tagle Ť

Del 2 de octubre a una nueva legitimidad

Quizás por primera vez en 32 años podemos recordar el trágico deselance de aquel movimiento en el que cientos de personas perdieron la vida porque se atrevieron a cuestionar el autoritarismo del gobierno mexicano con la expectativa esperanzadora de un cambio de régimen. Por fin, después de muchas reformas parciales, que a veces permitían avanzar en la democratización y otras representaban retrocesos, podemos congratularnos de haber cumplido una etapa básica del tránsito a la democracia política.

En este largo camino adquirieron fuerza los partidos políticos autónomos, capaces de cuestionar la hegemonía priísta y, no sin dificultades, se lograron reformas legales e instituciones que dan razonable certeza a las elecciones, cuando menos para permitir que la lucha por el poder presidencial se dirima a través del sufragio.

Estamos lejos de una democracia perfecta, si es que eso existe en algún país, pero la alternancia de partido en la Presidencia de la República permitirá romper la relación simbiótica entre el Poder Ejecutivo, el partido y todo lo demás: el Poder Legislativo, el Judicial, los organismos representativos de la sociedad, como sindicatos, colegios profesionales, cámaras de comercio o de industria, organizaciones indígenas o campesinas, etcétera.

La Presidencia de la República ya no tendrá el control del Congreso ni la posibilidad de aprobar leyes a la medida de sus necesidades; y los partidos tendrán que negociar a fin de no paralizar al Legislativo. También será posible que el Poder Judicial aplique la ley. La institución presidencial no ha cambiado, pero su poder se verá acotado por la relativa autonomía de los otros dos poderes.

El hecho de que el cambio haya sido tan lento puede explicar que finalmente la transición se diera sin un pacto fundacional que permita definir los términos y los pasos concretos que se darán para pasar al nuevo régimen. El gobierno de Vicente Fox no llega atado a compromisos con las fuerzas autoritarias de antaño como ocurrió con otras transiciones latinoamericanas, por lo que puede asumir el compromiso de revisar muchos expedientes, incluyendo desde luego los del 2 de octubre de 1968, para sentar las bases de una nueva legitimidad.

Habrá necesidad de crear nuevos mecanismos de relación y negociación entre las fuerzas políticas formalmente constituidas, pero los partidos como las organizaciones dominadas por el corporativismo atraviesan por una crisis de representación, porque tanto los que han sido parte del grupo en el poder como los de oposición se encontraban influenciados por una lógica política que ha desaparecido objetivamente con la derrota del PRI. Lo paradójico es que el corporativismo y su versión "vulgar", el clientelismo, no han desaparecido del imaginario colectivo de los ciudadanos. Por ello el fantasma del autoritarismo permanece vivo en muchos niveles de la vida política y social.

Será indispensable incluir a la sociedad que se había organizado en forma independiente y espontánea, porque es ahí donde se encuentra el germen más auténtico de las aspiraciones ciudadanas que podrán configurar el nuevo régimen. Como el movimiento estudiantil de 68, muchas de esas organizaciones han surgido sin una dirección centralizada y carecen de continuidad a largo plazo. Pero sus acciones fragmentadas representan las inquietudes y los valores de los habitantes de este país, que se reconocen a sí mismos como ciudadanos y se han atrevido a actuar como tales fuera de los encuadres institucionales.

Si un "régimen político" es como lo define Lucio Levi: "conjunto de instituciones que regulan la lucha por el poder, el ejercicio del poder y los valores que animan la vida de tales instituciones"1 se puede concluir que la democracia no fue un valor central en el régimen político emanado de la Revolución, como sí lo fue la justicia social. Al perder la posibilidad de sustentar su política social en forma definitiva a raíz de la crisis económica de 1982, perdió la posibilidad de mantener su "legitimidad originaria" y tuvo que dar paso poco a poco a la legitimidad democrática.

Pero esta nueva legitimidad es volátil, cambia constantemente y muchos elementos pueden desdibujarse. Nada sería peor que el desencanto de la democracia. Es indispensable establecer los equilibrios entre las instituciones a través del fortalecimiento de la ciudadanía organizada para no perder la dinámica del cambio, porque la democracia debería ser un régimen en constante transformación.

1 Lucio Levi, "Régimen político", en: Norberto Bobbio et al., Diccionario de ciencia política, XXI Editores, Madrid, 1995, p. 1362