LUNES 2 DE OCTUBRE DE 2000

 


Ť Hermann Bellinghausen Ť

El nombre de la luz

Llovía en tal manera que, con la venia del trópico veraniego, la intemperie era un ponerse bajo cascadas, duchas o qué otro símil se les ocurre. Un empaparse hasta el tuétano en segundos. Sólo los niños encuerados que echaban guerritas en el vado le restaban importancia.

A los pocos minutos, caminos, surcos, patios y zanjas hicieron correr ríos hasta el verdadero río, que rebosaba entusiasmado las rocas anegando orillas, invadiendo prados, patios y puentes. Parecía que los puercos fueran a ahogarse, y eso los ponía histéricos, como si no supieran que los seres que comen mierda tienden a flotar.

El viento había soplado recio, premonitor, pero venido el aguacero su impulso quedó preso entre los miles de columnas de agua apresurada. En su espesor gris oscuro, las nubes anticiparon la noche.

Los cobertizos y establos no protegían del baño, los cuartos de las casas se inundaban a través de los muros, y goteras que ayer no había debutaron en la tormenta.

Cómo estaría la cosa que los niños saltaron del río, se pusieron la ropa empapada y corrieron a la cocina, único resguardo a la vista, donde además ardía leña con la promesa de una taza de atole caliente.

Las aves de corral y las silvestres, recluídas y en silencio; inmóviles cucarachas domésticas, falenas, hormigas, arañas. Ni los sapos, entretenidos en sus gárgaras, lograban cantar.

La cortina de lluvia (esta vez el si- mil se aproxima mucho a la verdad)
soltó al aire una oscuridad prieta que, si no fuera por el estruendo en los charcos y la lámina de los techos, haría pensar en una nada universal que se traga de un bocado los flamazos del relámpago continuo y el trueno ensordecedor.

Entonces ocurrió el portento. Primero una, luego más, hasta constelar la negrura, aparecieron las luciérnagas agitando sus lámparas inmunes a la precipitación pluvial.

El campo impenetrable se pobló de puntos móviles en un trazo parecido a las palabras. La cocina, trasunto del arca de Noé, guardaba a bordo perros, gatos, gallinas, ratones, inadvertidas culebras, escarabajos de rayas rojas y verdes, miríadas de mosquitos suicidas buscando la vela para chamuscarse sin heroísmo, personas aturdidas bebiendo atole y hasta un murciélago agarrado de las vigas.

Sólo las luciérnagas encontraban en el aguacero página propicia al vuelo fosforescente de su manuscrito. Con fuerza capaz de doblar a un hombre, el chubasco aplastaba los arbustos, tiraba ramas de los árboles y se llevó un alero de la troje.

En, tanto, las luciérnagas desafiaron la gravedad y en la devastación de la hora ardieron contra el fondo de tinieblas el nombre indestructible de la luz. Cuando amainó, salvados por la apariencia legible en la tormenta, los patos pudieron avisarse en los estanques dónde andaban, los sapos croaron aliviados, los grillos aceitaron sus bisagras y la gente se fue a dormir.