LUNES 2 DE OCTUBRE DE 2000

 

Ť León Bendesky Ť

Semáforo

Puede ser un tanto exagerado decir que el nuevo gobierno recibe la situación económica sin focos rojos, como recientemente dijo uno de los responsables del equipo foxista de transición. Exagerado porque se limita a considerar eso que los técnicos llaman los equilibrios macroeconómicos de corto plazo, a saber: la estabilidad de los precios y los déficit fiscal y externo. El gobierno que termina deja varios agujeros --y grandes-- en la economía que no pueden desconocerse, a pesar de que las condiciones de crecimiento y de resistencia financiera sean en este periodo favorables y puedan evitar la tan temida crisis de fin de sexenio.

Hay un aspecto, entre otros muchos, del desenvolvimiento reciente de la economía mexicana que deberá ser atendido de modo muy claro por la próxima administración como un requisito para poder, deveras, establecer una nueva etapa de crecimiento de la producción y del empleo como se ha propuesto. Este tiene que ver con el despliegue regional y territorial de la actividad económica. Es cada vez más clara la distorsión regional que se produce en el país y que se suma a la que existe entre los sectores productivos. Ella es la fuente de la ineficiencia general del sistema económico, en la cual reside en última instancia la recurrente presión inflacionaria y la misma desigualdad social, que no se reduce sino que tiende a profundizarse.

Un dato agregado que indica la tensión regional que se ha ido provocando en el país desde la apertura económica, y de modo muy apreciable durante la última década, es el que se refiere a la participación en el producto que tienen diversas zonas del territorio. Así, por ejemplo, las proyecciones indican que de mantenerse las condiciones actuales del proceso de crecimiento, los seis estados de la frontera norte (Baja California, Sonora, Chihuahua, Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas) alcanzarán en promedio hacia el año 2004 una proporción de 18 por ciento de la población y concentrarán 23 por ciento de la producción total, con lo que el producto por habitante estará muy encima del que se alcance a escala nacional. Por otra parte, los siete estados del sureste (Guerrero, Oaxaca, Chiapas, Quintana Roo, Yucatán, Campeche y Tabasco) tendrán una proporción equivalente de la población, pero sólo 10 por ciento del producto total, con lo que seguirán reproduciéndose las condiciones de marginación que la caracterizan.

Además del problema de la ineficiencia productiva, esta situación tiene claras implicaciones políticas que pueden hacer que en el futuro no muy lejano el tema de la soberanía adquiera no únicamente una expresión retórica, sino una muy concreta manifestación en la integridad territorial. Si el concepto de la seguridad nacional puede tener algún significado práctico y político, la disparidad regional es un elemento central de su redefinición. Pero a todo esto hay que añadir un hecho. Del mismo modo en que puede comprobarse la desigualdad regional a escala estatal, este fenómeno se reproduce e incluso de modo más intenso al interior de los propios estados. Así, la estructura territorial y su integridad contienen un factor más de fragilidad económica y social para el país en su conjunto.

Esta situación debe poner en perspectiva los alcances de la reestructuración productiva en el país, del impulso exportador, del papel del mercado interno y de las mismas condiciones de la actual estabilidad económica que tanto se pregona. Debería, también, enmarcar las visiones que se proponen acerca del desarrollo y hasta de esa noción que se ha vuelto una especie de virtud por sólo enunciarla y que tiene que ver con el cambio. El cambio tiende a convertirse en un concepto tan usado que se puede gastar ya que todo el país, conforme a los discursos de los políticos de todos los niveles del gobierno y de muchos empresarios, está en cambio.

Pero todavía ese cambio no parece estar suficientemente articulado con las posibilidades de acción de los individuos y los grupos sociales, por lo que conviene integrar ambas cuestiones en el significado que ha ido adquiriendo el proceso democrático y de apertura política en México. Los pobres, sea cual sea el número, pues todas las cifras indican que la cantidad es muy grande, siguen siendo como una imagen, aparecen como un holograma, en el discurso sobre la evolución y las perspectivas de la economía, ya que no es evidente la manera en que se integra esa condición en las concepciones prácticas del cambio social y, finalmente, parece que pudiera prescindirse de ellos en términos estrictos de las posibilidades de crecimiento del producto y de la necesidad de una mayor cohesión territorial.

Podrá haber un cambio terso de gobierno el primero de diciembre, lo cual siempre es mejor que las fricciones que caracterizaron las últimas transiciones de gobiernos del PRI, pero será ingenuo partir de la base que está garantizada la solvencia de la economía, del territorio y hasta de la sociedad. En todo caso, el asunto no es de semáforos.