SABADO 30 DE SEPTIEMBRE DE 2000
Ť Ilán Semo Ť
Variantes de la gobernabilidad
Los usos más antiguos de la noción de gobernabilidad datan no de la política sino de la psicología. En 1924, Helmut Riele, un teólogo y amigo de C. G. Jung, el psiconalista que confeccionó la idea de los arquetipos colectivos, publicó un libro bajo el vasto título Die regierbarkeit der seele, cuya versión aproximada sería "La gobernabilidad del alma". La tesis de Riele consiste en postular que la neurosis es, más que un estado patológico, una parte indivisible del "ser moderno", un elemento constitutivo de la personalidad contemporánea. Más allá de su rigor psicológico, que Jung no duda en cuestionar, la ventaja de esta hipótesis consiste en suponer una noción de normalidad que suprime toda noción de normalidad: todos somos anormales. El individuo moderno es, al menos para Riele, una suma errática de historias empeñadas en buscar el principio de realidad y de "estados neuróticos" que se lo impiden. El dilema que se desprende de esta piadosa teoría consistiría, no sólo para la psicología sino para la cultura moderna en general, en cómo lograr convertir al yo en una entidad efectivamente gobernable.
También la teoría de Max Weber sobre la acción racional individual (hoy dudosa) puede ser leída como un preámbulo del problema que Riele llamó "la gobernabilidad del yo". No hay que olvidar que para Weber toda "acción racional" está precedida por una cuota de delimitación, "un precio a pagar", dice, en la supresión o contención de otras formas de acción como las que se derivan de los órdenes afectivos. "El principio de racionalidad, escribe Weber, representa una carga; el individuo debe autodominarse conteniendo una parte de su propia individualidad". Lo asombroso en la visión de Weber es que la racionalidad aparece como una "forma de dominación", incluso del individuo sobre sí mismo.
Más recientemente, la teoría de sistemas ha propiciado una versión distinta del tema, no tanto a través de la noción de gobernabilidad sino mediante su aparente antinomia, la ingobernabilidad. Para Gottfried Winze, por ejemplo, un seguidor de Niklas Luhmann, el tema de la ingobernabilidad es sólo pertinente en la medida en que nos dice algo sobre la manera en cómo vemos a un sistema, y no tanto por ser una caraterística inherente al sistema mismo. Los ejemplos son inacabales. Hay instituciones que se devoran a sí mismas, hay sistemas que pasan, si se prefieren las metáforas naturales, de un estado de legibilidad relativa a un estado de caos. La tradición sistémica supone que al hablar de ingobernabilidad hablamos más de nuestro déficit de interpretación que de lo que sucede ahí realmente. Otra manera de reducir lo que desconocemos a lo que supuestamente sabemos.
La relevancia que han tenido estos usos de la noción de gobernabilidad en su diseminación en el discurso político es nula o casi nula. Hablan más bien de un entorno conceptual y, acaso, comparten una angustia en común, esa sí moderna: una suerte de conciencia de que todo orden, toda forma de legitimidad, contiene en su seno, de manera inexorable, el principio de su ingobernabilidad.
Desde hace más de una década, el fenómeno de la democratización en América Latina ha sido uno de los temas per se de los avatares de la gobernabilidad. Las razones son obvias. La democratización de la esfera política que aconteció en los años ochenta, con la excepción de México y, hasta la fecha, Cuba, no trajo consigo el cúmulo de reformas sociales e institucionales que implica la estabilidad de la propia legitimidad democrática. El destino de las democracias en América Latina parece hoy tan vago como en la época de euforia de las transiciones. Centroamérica se debate entre Estados posoligárquicos y regímenes lejanos al estado de derecho. Ecuador, Perú y Venezuela han vuelto al populismo. Al igual que Colombia, la región andina se halla en guerra civil. Brasil y Argentina padecen los estragos de un neopresidencialismo que escapa al control del Estado mismo. El catálogo de los dilemas de la gobernabilidad democrática en América Latina abarcaría volúmenes, pero hay dos que parecen centrales: el presidencialismo y las estructuras profundas de exclusión social.
Frente al reordenamiento de las relaciones entre el Estado, la sociedad política y la sociedad civil causado por la democratización electoral, el primer resultado ha sido un distanciamiento aún más radical entre los poderes ejecutivos y los disímbolos órganos de representación. Cabría hacerse la pregunta por qué donde predominan los regímenes presidencialistas las transiciones democráticas han terminado invariablemente en un marasmo. Es tal vez la pregunta crucial que aguarda a los debates sobre la reforma de Estado en México.
El segundo y obvio dilema es la cuestión social. La democratización ha traído consigo un imaginario público fundado en la igualdad de oportunidades, el reclamo de un estado de derecho y la reinstitucionalización de la sociedad. El corolario práctico ha sido, sin embargo, exactamente lo contrario. Hay algo en la operación de la democracia que acrecienta aceleradamente el malestar provocado por la distancia entre las expectativas de apertura política y la implosión de las expectativas sociales. La tormentosa historia de Europa a lo largo del siglo xix y la mitad del siglo xx habla abundantemente de este malestar. Es notable que en la agenda actual de la política mexicana, es decir la que comparten el conjunto de los partidos, este tema se ha desvanecido súbitamente. Fue un tema obviamente electoral.
La lección es para el país entero. La suma de presidencialismo y exclusión social parecen ser los límites de toda forma de gobernabilidad democrática.