LUNES 25 DE SEPTIEMBRE DE 2000

 


Ť José Cueli Ť

De no creerse

La arena de la Plaza México refulgía con intermitente cabrilleo de pastura machacada. En el centro cautivo en el tazón de piedra unos pájaros prodigaban ųsupongoų su apasionada prolijidad de canturreos. Guardianes de la soberanía del silencio del caso, éramos los "cabales". Los toros de San Lucas del otro lado de la plaza callada, mugían, apaciguándose aristocráticamente... en su bobaliconería.

Hasta que aparecían por la puerta de toriles e invadían el recinto torero para profanar su recoleta gracia, con el paso acarretillado. Escandalizados los bureles, agudizaban sus sentidos, anhelosos de escaparse en la inmaculada libertad de las alturas, desaparecida de su género ya, la casta que soterrada, vibraba, decidida a desasirse con el ímpetu del vuelo, no a los capotes, si no a las alturas.

Quién iba a decir que en la México se registraría tanta procacidad en el seno de tanta emoción. La unción que implicaba el regodeo, por el toreo a la muerte. Hoy ųayerų sólo bufonería en los novilleros; Espinoza, Angelino y Alanís en lo más agusto del encuentro toro-torero. El tiempo se pasó, tal vez mucho, quizá poco, se llevó el toreo y no se supo nunca cómo ni cuando... Pasó sigiloso, callado, invisible, apenas diseñado en la arena y perdido en la inmensidad del espacio, que se captaba en su boca abierta al cielo.

Los lamentos de los toros abrazaban el aire como en alud de no sé qué, encorvándose hacia el fondo del ruedo con el perfil de una interrogación que descendía irremediablemente. Heridos de muerte estaban los toros sin que nadie les hiciera caso, derrumbados en la querencia. La casta de ayer bajaba hoy la teztuz con cobarde mansedumbre de buey...

Doliente elegancia de pitones astifinos de los de San Lucas, alargados por la tortura de una sospecha sin alivio. La casta del toro, obscura, señorial, enoblecía el aire al que comunicaba la emoción, el misterio, y sostenía la prodigiosa arquitectura de lo que fue el toreo y hoy es sólo su mala caricatura.