LUNES 25 DE SEPTIEMBRE DE 2000

 

Ť Elba Esther Gordillo Ť

Injusticia

La injusticia, la incapacidad que la sociedad vive para castigar a quienes violan la ley y anulan las libertades individuales, es hoy en día la mayor de las exigencias de los mexicanos.

Por encima de problemas, que sin duda tienen enormes repercusiones en la vida social, como son: la pobreza, la inseguridad pública y aun la pérdida del poder adquisitivo del salario, la impunidad es el fenómeno que más vulnera las instituciones y daña la convivencia humana.

Cuando nos enteramos que sólo 5 por ciento de los delitos que se denuncian logran algún tipo de desenlace judicial, cantidad irrisoria si se toma en consideración que sólo 20 de cada 100 delitos son denunciados, comprendemos el tamaño del daño social que este complejo fenómeno genera.

Los delincuentes no corren ningún riesgo al cometer los delitos; no importa el tamaño de la ofensa, ya que la probabilidad de que sean castigados es mínima y, cuando llega el caso, un complejo y entramado proceso judicial poco o nada podrá hacer para resarcir el daño causado.

Si el liberalismo que se alza triunfante del largo proceso de ajuste al modelo civilizatorio, ha sido definido como el pleno ejercicio de la libertad, con la única salvedad de aquélla con la que se infringe un daño al otro, mientras la injusticia sea el común denominador, por más que se conquisten los mercados, por más que se forme parte del mundo globalizado, por más que las finanzas pronostiquen grandiosos momentos, dicho liberalismo será una utopía o, más que eso, una patética burla.

La paciencia social es ya muy pequeña; las muchas muestras de que es la injusticia la moneda de curso en casi todos los procesos sociales, genera reacciones cada vez más degradantes de la vida social, las cuales se abren paso teniendo como impecable argumento la injusticia misma.

Cuando somos testigos de los truculentos debates entre personajes a los que supuestamente compete impartir justicia; cuando nos enteramos de cómo se evaden las recomendaciones de los órganos dedicados a defender los derechos humanos, cuando somos informados de las vías que se emplean para que los enemigos públicos pisen la cárcel unas pocas horas, y que suceda con todas las comodidades posibles, la impotencia se presenta y, detrás de ella, las muchas reacciones ajenas y aun contrarias al derecho.

Por si algo faltara, la injusticia no se limita a la vida común, sino que se extiende a otras actividades en las que supuestamente la ética está predeterminada, como es el caso del olimpismo.

La manera en que descalificaron a Bernardo Segura, la lúdica y gozosa manera en que el "juez" le hizo saber que la medalla de oro no le correspondía, los minutos de atraso con que violando el reglamento se le comunicó esta descalificación, dejó muy claro que tenemos mucho qué hacer si queremos recuperar la justicia como el motivante de la vida social.

Como contraparte, es de destacar la dignidad y serenidad con las que Segura afrontó la cruel adversidad.

Es posible que el evento de Sidney no sea el que mejor defina la injusticia que ahora caracteriza a la civilización, pero sí evidencia que no hay actividad humana ni persona capaz de quedar al margen de tan corrosivo fenómeno, que pareciera más frecuentemente perjudicar a países débiles. Una cosa queda clara: hoy, ninguna institución, ley, jurado o comité tiene ya el valor de inapelable. Cuando el Comité Internacional de Atletismo se negó a aceptar el video como prueba de que sus jueces se equivocaron, lo único que hizo fue derrumbar la poca credibilidad que tenía, ofendiéndose a sí mismo, al olimpismo y, junto con esto, a todo un país.

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