DOMINGO 24 DE SEPTIEMBRE DE 2000
Ť José Agustín Ortiz Pinchetti Ť
El último tlatoani
ƑQué siente un presidente mexicano cuando se extingue su tiempo? ƑQué sentirá Ernesto Zedillo de abandonar la presidencia imperial? ƑQué experiencia vive al ver cómo se desmorona progresivamente el poder neotlatoani que heredó? ƑQué sentirá, por ejemplo, de ver que pronto va a dejar de vivir y trabajar en Los Pinos? No es una cuestión menor ni en lo humano ni en lo político. Comenta Arnaiz Freg que el presidente Cárdenas en 1934 decidió dejar el Castillo de Chapultepec y convertir en residencia presidencial el modesto casco de la Hacienda de la Hormiga (que él rebautizó como Los Pinos). Cárdenas (con el enorme sentido común que lo caracterizó) pensó que de por sí era difícil para un político dejar de ser presidente de México y el sufrimiento sería mucho mayor si perdía el majestuoso castillo.
Durante décadas los capitalinos pasábamos frente a la residencia de aspecto anodino que fue de modo progresivo transformándose hasta volverse una aparatosa fortaleza. Hoy contiene un complejo de oficinas, salones, residencias, jardines y cuarteles y ha invadido el bosque y la zona frontera con una muralla. Más que una residencia republicana parece un búnker.
El presidente Zedillo extrañará la gran corte imperial, la que quizás fue el último en presidir. En Los Pinos se concentran todas las terminales nerviosas del Estado. En realidad es un gobierno compacto dentro del gran Poder Ejecutivo mucho más complejo y costoso que el de los países democráticos. Su presupuesto rebasa casi en lo doble al del Poder Ejecutivo de Estados Unidos. El Presidente goza de dos secretarías: privada y particular. Tiene a su servicio coordinaciones de política interna y externa, social y política con sus respectivos secretariados técnicos. Una unidad poderosa de comunicación social, la consejería jurídica, la dirección administrativa, un equipo de inteligencia y un ejército propio. El EMP lo encabeza; está estructurado con los guardias presidenciales, cuerpos de elite probablemente con mayor poder de fuego y armamento más avanzado que el resto del Ejército Mexicano.
Pero Ernesto Zedillo no sólo extrañará a los burócratas, los soldados, los tecnócratas. Los Pinos es el centro de gravitación del poder. Aquí acuden los ministros a sus acuerdos, los jefes del PRI y de las Cámaras, los representantes de los grupos de interés y los partidos, los dueños de los monopolios y los oligopolios que determinan la vida económica de México. Es aquí donde se hace el gran cabildeo. Todos saben que el Presidente monarca toma todas las decisiones realmente importantes.
Todos los actos de Estado de gran relieve, las premiaciones, los actos simbólicos de interés nacional se convierten en actos de majestad imperial en los salones, patios y jardines de Los Pinos. Son miles las gentes que acuden a felicitar al Presidente, a mostrarle su apoyo, a recibir reconocimientos. Una multitud de científicos, niños premiados, intelectuales homenajeados, empresarios con sus cofradías, clérigos, pleiteantes que acuden para reverenciar o para buscar el arbitrio del tlatoani.
Pero el Presidente vive en Los Pinos con su familia demasiado cerca de sus oficinas y es en los circuitos íntimos donde se tejen muchas veces las intrigas y las alianzas. La vida pública en México ha sido estrictamente privada. La corte de Los Pinos se parece mucho a la corte de los virreyes, a la corte porfiriana.
El viejo Palacio Nacional tiene una importancia estrictamente monumental y simbólica. Es en los despachos del búnker de Chapultepec donde se han tomado las grandes decisiones de la política política y de la política económica. Un grupo insignificante de expertos ha tomado en estos espacios resoluciones que han afectado a millones, entre otras las que han extendido la pobreza al 70 por ciento de la población. En los sexenios anteriores se decidieron aquí los grandes fraudes electorales.
Lázaro Cárdenas tenía razón, debe ser muy duro dejar todo este poder. Salinas, Echeverría, Díaz Ordaz, Alemán dieron muestras de intentar prolongar su poder en la Presidencia más allá del límite del sexenio. Zedillo no ha tenido esa avidez. Al contrario, ha iniciado voluntariamente el desmantelamiento del poder de los tlatoanis.
Zedillo llegó a la Presidencia inesperada e indeseadamente por un golpe sangriento de la fortuna. En contra de las previsiones de muchos observadores se ha convertido en el Presidente de la transición. Resultó más astuto, perseverante y valiente de lo que pensábamos. Logró esquivar las resistencias y amenazas de la nomenklatura y les ha impuesto como un hecho incontrovertible la alternancia.
Comenzó por liberar el control que el Ejecutivo tenía sobre la Corte Suprema, después garantizó la efectividad del sufragio y finalmente impidió la ilegitima relección del PRI. Al final de 1997 era ya un tlatoani muy disminuido. Había perdido el control del Congreso, un tercio de las gubernaturas y el Gobierno del Distrito Federal. Su caso es el de una abdicación progresiva.
La alternancia llegó a México para quedarse. Muchos están empeñados en descubrir atrás de ello alguna forma de conspiración. Dejemos que los historiadores, dentro de 10 o 20 años, nos expliquen lo que pasó. Aprovechemos los espacios que se han abierto frente a nosotros.