DOMINGO 24 DE SEPTIEMBRE DE 2000

 


Ť Carlos Montemayor Ť

Modernidad y transición

Hacia 1945, Ralph Linton expresó que uno de los avances más importantes de los tiempos modernos fue el descubrimiento de la existencia de la cultura, entendida no como los valores educativos de una clase social o de una elite, sino como una realidad antropológica: el tejido donde se va singularizando por valores lingüísticos, religiosos, de parentesco, económicos y lúdicos una sociedad determinada, una región específica. Dicho de otra manera, la actividad política forma parte de un contexto más complejo, de una urdimbre cultural que le permite a una sociedad verse a sí misma como plural o uniforme.

En varios de los periodos de "modernización" por los que ha atravesado México se ha propuesto una simplificación excesiva del país, tomando como un bloque único y sólido nuestro complejo mosaico social, regional y étnico. Periodos modernizadores han también supuesto de manera totalizadora un concepto de identidad o de unidad nacional, que no es posible encontrar en ningún sitio cuando uno se decide a buscarlo abiertamente. No es posible avanzar en el terreno político o económico sin entender nuestra cultura como la evolución peculiar de las diversas conformaciones regionales y étnicas del país, y no como el proceso de perfeccionamiento educativo de individuos o de élites, porque cada una de las partes de la sociedad mexicana tiene una idea distinta de lo que es la política, el ejercicio político, la democracia o incluso el poder.

Los partidos podrían ser más útiles a la sociedad si regionalmente fueran integrando estas características plurales de la llamada sociedad mexicana. Sin este reconocimiento de las especificidades regionales y sociales sería imposible entender las dinámicas coincidentes o divergentes que actúan hoy en la vida de México.

La cultura es una inercia acumulada durante siglos y generaciones que no se puede modificar de un momento a otro por intereses de un grupo, una clase o una región, pues implica el movimiento o el estatismo de la sociedad completa. Y como en la gran partitura financiera global, las diferenciaciones plurales o regionales no tienen sentido en el futuro inmediato, quizás no habrá en este momento ni durante muchos años posibilidades de un verdadero fortalecimiento democrático. Porque no es correcto reducir el sentido de la democracia o solamente los procesos electorales, sino ampliarlo al ejercicio permanente de participación ciudadana en la toma de decisiones regionales y nacionales. Cada vez hay menos puertas de acceso a esta participación, y en esta lucha la sociedad tiene más capacidad de actuación y de imaginación que los partidos políticos mismos, que no representan acciones "nuevas", sino inercias sociales de la cultura del poder en México.

En la actual idea de transición democrática hay varios supuestos conceptuales. Cada partido político, cada perspectiva ideológica, tiene su propia idea acerca de la transición. Hablamos de transición porque hemos dejado atrás el periodo llamado de la Revolución Mexicana. También, por la consecuente anulación del PRI como espacio corporativo y de equilibrio de todas las fuerzas sociales e ideológicas del viejo sistema político. Por ello, también podemos hablar de la transición de partido de Estado único a la alternancia en el poder de varios partidos políticos.

Pero también podemos hablar de la transición del nacionalismo mexicano hacia la americanización total. Nos preparamos, además, para otro largo periodo de conservadurismo que contará, al menos, con uno de los rasgos más peligrosos que vivió el México del siglo XIX: el poder político de la Iglesia. Se incline hacia la derecha, se incline hacia la izquierda, se mantenga en un silencioso o encubierto centro, está actuando como un poderoso disolvente del resto del sistema político que aún no destruye la modernización. La Iglesia es poderosa de nuevo en este periodo de transición. Ella sola constituye, en realidad, otra forma de transición, una peligrosa forma de retroceso.

Los partidos políticos no representan la complejidad social de ningún país. Los partidos políticos son una más entre muchas de las vías de acción política con que la sociedad puede contar. Por ello, los partidos quizás tendrán que aprender en México que no pueden ser las únicas instancias de combate, cuestionamiento o reivindicación de la ciudadanía. Es decir, que deberán convivir con diferentes agrupaciones ciudadanas que luchan por implantar un espacio democrático que no se agote en la vida electoral, sino que alcance la toma de decisiones públicas a nivel regional, estatal y nacional. En consonancia con esto, los partidos quizás deberán buscar una forma no centralizada de organización y continuidad política. México requerirá del fortalecimiento de municipios y estados, porque la creciente inconformidad que el modelo económico genera tendrá que resolverse de manera pronta y suficiente, y no uniforme ni centralizada, en las regiones mismas donde vaya apareciendo. En este contexto, incluso el PRI podría apartarse de su condición agónica si replantea su conformación a partir ya no del centralismo, sino de sus bases regionales.