FMI Y BM: UN VIRAJE SUSTANCIAL
Desde principios de los años 80 y hasta mediados de los 90, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM) impusieron en América Latina, con el auxilio de políticos locales fieles a la moda económica del momento, fórmulas de estricta disciplina fiscal, combate a la inflación a cualquier precio, adelgazamiento del Estado, desmantelamiento de los sectores y programas sociales y erradicación de los déficit fiscales. Hoy en día, y a la luz del desastre humano causado por esas políticas económicas, el FMI y el BM lanzan, en su reunión en Praga, advertencias sobre los peligros de desestabilización que implica el crecimiento desmesurado de la pobreza y la marginación social en el área.
Ciertamente, el hecho de que casi 80 millones de latinoamericanos sobrevivan con menos de un dólar diario por persona -situación en la que se encuentran 28 millones de mexicanos- genera tensiones sociales y políticas de gran peligrosidad, y no es exagerado afirmar que, en tal circunstancia, resulta inevitable el incremento de fenómenos como la descomposición social, la violencia y la erosión de la institucionalidad de las naciones concernidas. Los indicadores económicos generales -comportamiento del PIB, tasas inflacionarias, déficit fiscal, balanza comercial y otros-, por positivos que se presenten, más temprano que tarde resultarán insostenibles en poblaciones devastadas por los efectos de la ideología económica en boga.
Asiste la razón a James Wolfensohn, presidente del BM, cuando señala que el problema no es la falta de crecimiento, sino la distribución desigual de los beneficios que se generan. Pero ese reparto injusto de la riqueza, consustancial a las estrategias recomendadas por los propios organismos financieros internacionales: privatización de los bienes públicos, destrucción de las barreras comerciales, desregulación generalizada, achicamiento del Estado y demolición de los mecanismos tradicionales de redistribución del ingreso.
Aunque tarde, y a un costo incalculable en términos de sufrimiento y desgarramiento social, el BM y el FMI parecen tomar cierta distancia de sus obsesiones tradicionales -disciplina fiscal, venta de entidades estatales, combate a la inflación- y voltear hacia el fin último de las políticas económicas, que es, o debiera ser, el bienestar de la gente. Símbolo alentador de esta evolución es la atención que el propio Wolfensohn ha empezado a prestar a las muestras multitudinarias de descontento contra las reglas actuales de la economía global, manifestaciones que vienen realizándose desde la cumbre de Seattle, para acompañar cada encuentro significativo de la tecnocracia internacional de las finanzas y recordarle que los índices saludables ocultan realidades sociales intolerables y peligrosas. Esos manifestantes, a quienes el presidente Ernesto Zedillo se refirió hace unos meses con el despectivo término de "globalifóbicos", constituyen la única esperanza de expresión internacional, pacífica y eficaz, para millones de mexicanos y latinoamericanos condenados a la miseria por una globalidad que no debe seguir rigiéndose por los dogmas neoliberales.
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