VIERNES 22 DE SEPTIEMBRE DE 2000

Ť Retrato de Augusto Ramírez Ť

 

Ť José Agustín Ť

ramirez-augusto-1-jpg copia Yo admiré a Augusto Ramírez, mi hermano mayor, desde siempre. Como Diego Rivera, dibujaba desde los cuatro años y, de niño, en la escuela el director le encargaba grandes dibujos que después enmarcaba y exponía en las escaleras del patio. A los once años, el Guti, como le decíamos en familia, se rompió los huesos de las pantorrillas jugando tochito. En el hospital empezó a leer y a pintar, pues mi padre le regaló el primer lienzo en blanco y los óleos correspondientes, porque lo que, sin más, Augusto pintó su primer cuadro, mi padre saltando obstáculos a caballo. Durante un buen tiempo anduvo en silla de ruedas y en muletas, lo cual hizo que ya nunca parara de dibujar, pintar y de leer, mucha literatura pero también ensayos políticos, sociológicos, sicológicos y filosóficos que lo inclinaron al marxismo.

De la secundaria pasó directo a la Academia de San Carlos, donde se concentró en las técnicas, pues no le interesó lo académico ni la escuela mexicana que aún imperaban en San Carlos en la segunda mitad de los años cincuenta. Además de los trabajos escolares, su alucinante facilidad para el dibujo le facilitaba hacer retratos, y llegó a dominarlos a niveles velazquianos.

Aunque el retrato estaba en franco desprestigio, Augusto, que para entonces también era conocido como el Sun o el Sun Sun, nadó contra la corriente, trabajó con rigor y logró evadir la mera reproducción de lo aparente porque sugería lo invisible: la identidad esencial, lo cual era subrayado a través de los elementos del cuadro, la composición y el manejo de la luz. Con el tiempo creó retratos extraordinarios, como el monocromo de mi padre, en el que juega magistralmente con los planos del tiempo; o los de Hugo Argüelles, Manuel Enríquez, Arturo Rivera, Margarita Bermúdez, Rosalinda Arau, Angélica María, July Furlong, las familias de Manuel Aceves, de Alberto Ulloa, de Carlos González y muchos más.

Desde adolescente militó en grupos marxistas, desde el Partido Comunista (PCM) hasta el Partido Revolucionario del Proletariado (PRP). Guillermo Rousset vio las capacidades intelectuales del joven pintor y lo cooptó para el Comité Central a fin de que hiciera estudios y elaborara documentos. Augusto se clavó en la filosofía marxista; como Revueltas, se apasionó por Hegel, pero quien más lo impactó fue Gramsci y sus ideas de la cultura. Esto lo llevó a una serie de cuadros de temática social o política, como La muerte del Che Guevara, en la que presenta el paralelismo entre Cristo y el Che; El norte de la ciudad de México el 2 de octubre de 1968, El sol rojo de nuestros corazones o Morelos y Zapata en el zócalo de Cuautla. Con el tiempo Augusto se retiró, tristísimo y desilusionado, de la militancia comunista porque le exigieron que dejara de pintar y se concentrara en los estudios políticos. Además, su ímpetu marxista encontró la proporción adecuada cuando los aires de la época lo llevaron a bucear en experiencias siquedélicas, lo cual se aprecia en otros cuadros, como el sensacional John Lennon en un trolebús de la ciudad de México o sus alucinantes paisajes, uno diurno y otro nocturno, del Popocatépetl visto desde una barranca del río de Cuautla. También hizo otros paisajes extraordinarios, como el del Tepozteco entre la niebla y con un barandal despintado en el primer plano. Antes de morir pintó un bellísimo mural movible, La última cena en la biblioteca del rey Nezahualcóyotl, una paráfrasis, verdadera mina de retratos, en la que Nietzsche, Marx, Freud, Jung, Da Vinci, Diego Rivera, Orozco, John Lennon (con una camiseta que en vez de un rocker tiene a Beethoven), Vasconcelos, Sor Juana y el anfitrión, el rey Nezahualcóyotl, comparten la última cena de Jesucristo, en cuyo manto se halla la Virgen de Guadalupe. Todos están en una biblioteca, así es que hay muchos niños y jovencitos leyendo. Hasta un perro anda por ahí, de lo más tranquilo.

Al final Augusto llegó a adquirir la perfección artística, quizá porque pudo trabajar sin ninguna presión estilística ni económica, pues siempre quiso vivir con lo indispensable. Sin embargo, su pintura no fue apreciada por las corrientes vanguardistas ni por las tradicionales. Se le descalificó por fotográfico e ilustrativo, pero esta era una visión reductivista en la que los prejuicios no dejaban ver. Como ni seguía ninguna de las tendencias en boga, ni siquiera el hiperrealismo o fotorrealismo del que ciertamente fue pionero, no se le comprendía fácilmente y se tendía a rechazarlo porque, en el fondo, no a todos les gusta que les presenten un desafío artístico más profundo: enfrentar la realidad. Quizá por eso su gran amigo Arturo Rivera decía que la pintura de mi hermano era increíblemente valiente. En todo caso, no era realista. Era lo real. Yo estoy convencido de que, tarde o temprano, se reconocerá que la obra de Augusto Ramírez forma parte del gran arte de todos los tiempos.

El 13 de septiembre de 2000, a los 62 años, Augusto murió, devastado por un cáncer sumamente agresivo. Para mí se fue un pintor genial, un interlocutor culto e inteligentísimo, un gran maestro, un consejero formidable, un compañero de trabajo, de viaje y de causa, y mi hermano queridísimo.